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El Tíbet

Tenía previsto ir a Córdoba para contemplar de nuevo su mágica mezquita y acabé pasando Siete años en el Tíbet. La película de Jean Jacques Annaud fue mi consuelo ante la imposibilidad de viajar a Andalucía en la tarde de ese viernes de diciembre que preludiaba un puente cargado de posibilidades. Mientras observaba apoltronado en mi butaca la blanca inmensidad de las montañas del Himalaya por las que trepaba Brad Pitt provocando un coro de suspiros entre las adolescentes en celo que poblaban la sala, yo pensaba en los cientos de ciudadanos que permanecían aún atrapados en el ventisquero de Saélices sin que nadie acertara a rescatarlos. Las cumbres del Nepal se me antojaban grandiosas y epopéyicas comparadas con aquel mezquino montón de nieve que atenazaba la existencia de tanta gente sin ninguna vocación de héroe. El bueno de Brad clavaba los crampones de sus botas en el hielo para avanzar un metro más en el ascenso y allí seguían los de Saelices sin poder moverse un solo centímetro, ni para adelante ni para atrás. Incluso la intendencia del alpinista austriaco cuya aventura interpretaba era manifiestamente mejor que la de los conductores cazados en la nevada trampa de la carretera de Valencia. El escalador guaperas disponía de unas galletas rancias que para sí hubieran querido los que durmieron en sus coches sin previsión alguna de pasar la noche en semejante circunstancia. Otro tanto sucedía con la vestimenta. La cordada enviada por el III Reich para satisfacer el orgullo ario en el techo del mundo iba magníficamente pertrechada para la hazaña, en cambio, los del ventisquero no llevaban encima más que una chaquetilla de tres al cuarto o a lo sumo alguna manta de viaje. Proseguía la proyección, Brad y su compañero de fatigas cruzaban ya las fronteras del Tíbet y la suerte no cambiaba para los de Saelices. Más de veinticuatro horas allí plantado sin atisbar una internada auxiliadora del Séptimo de Caballería. El desconcierto era total. Cuando el Ministerio de Fomento trataba de explicarlo mucho que le estaba costando desplazar sus máquinas quitanieves porque el sur de Madrid no figuraba en sus previsiones para esas labores, cuando la Dirección General de Tráfico se empeñaba en seguir utilizando los códigos de colores como sí fuéramos astronautas para informar de que la cosa estaba complicada, y cuando Protección Civil de la Comunidad de Madrid convocaba su tercera rueda de prensa extemporánea para proclamar una vez más que la coordinación había sido perfecta, el alpinista y su jefe de equipo se colaban en la ciudad santa de Lhasa disfrazados de lagarteranas. Caía la noche y liberaban por fin a los de Saelices al mismo ritmo con que engordaba la cola en la variante de Aranjuez que estrangulaba el tráfico de la Nacional IV, carretera de Andalucía. Eran conductores que habían salido por esa autovía al mediodía tras haber escuchado a la DGT recomendar precaución por la formación de placas de hielo y mencionar el dichoso código amarillo, que proclama la existencia de retenciones, igual que sucede cada jornada en una hora punta. En el cruce de Ocaña, sin embargo, el código era en realidad negro como el carbón. Hubo miles de vehículos que permanecieron atascados más de ocho horas sin causa aparente que lo justificara. Para entonces, Brad Pitt trataba de conquistar el corazón de una joven tibetana que terminó levantándole su compañero de escalada. En el patio de butacas se escuchaban los murmullos de las jovencitas decepcionadas al comprender que no presenciarían intercambio alguno de saliva, cuando surgió atronadora en los medios informativos la voz de Álvarez Cascos. El vicepresidente de la nación, aquel que tiene en su mano la posibilidad del movilizar a los zapadores del Ejército o levantar del cerro de San Pedro los helicópteros pesados capaces de transportar quitanieves o excavadoras y mover el cielo y la tierra para sacar a sus ciudadanos de la trampa, comparecía ante los medios informativos para decir que el Gobierno había cumplido y que la culpa de lo ocurrido la tienen los conductores que son unos cabezones. Aznar tardó cinco días en disculparse, a Cascos aún le estamos esperando. Fue sólo una nevada repentina. Si mañana, Dios no quiera, sucede una catástrofe, lo más prudente sería huir al Tíbet.

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