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Tribuna:
Tribuna
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Algo sucedió

No.No sucedió nada. Nadie abrió la boca, excepto para hincarle el diente a la estupenda pata de cordero que se exhibía sin pudor en la mesa.

El viejo, simplemente, cogió su maleta y su abrigo y se fue. Nadie dijo nada. Nadie se volvió para mirarlo. Mamá bendijo la mesa, igual que siempre hacía. Amalla dejó escapar una maldición entre dientes, y el enano se llevó un cachete en la mano por adelantarse a la oración.

Yo, por mi parte, no pude tragar el cordero. Quise levantarme y decir algo, gritar nada más, pero la mirada firme y escrutadora de mamá me mantuvo en mi sitio.

Como ya dije antes, nada sucedió. Jamás. Nunca sucedieron las peleas, los engaños, los gritos, ni nunca sucedieron los. abandonos, las borracheras, las palizas, los abusos... Nada sucedió en casa durante todos aquellos años.

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Y, sin embargo, yo no pude rezar, ni pude maldecir, ni pude comer un solo pedazo de carne que no me supiera a tristeza y a amargura rancia.

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Un mes pasó, un mes tan sólo cuando, estando sentado en las escaleras de mi instituto, San Mateo, rodeado de otros alumnos, otros chicos y chicas que se reunían en corros, hablando y riendo, ignorándome cuando ' no cuchicheando o riéndose abiertamente de mí, se me presentó de pronto esta aparición, sucia y mal afeitada, vestida con harapos, cansada y con un rostro de peor catadura que nunca, y algo se rompió dentro de mí al verlo que me obstruyó la garganta y me hizo sentir unas tremendas ganas de echar a llorar.

Él, sin embargo, se limitó a poner ojos tiernos. Sonrió tímidamente y se detuvo al pie de las escaleras.

-Papá... -murmuré, con voz temblorosa por el llanto contenido, y él alzó la mano y me saludó como si allí no pasara nada.

-Hola, chavalote.

Los chicos a mi alrededor miraban intrigados y sin andarse con disimulos, y luego se volvían entre ellos y aumentaban sus risillas y sus cuchicheos.

Tardé un poco en reaccionar, pero bajé finalmente los escalones, tomé a mí padre del brazo y lo llevé a una calle cercana, sin detenerme hasta que estuvimos suficientemente alejados de los otros muchachos.

-¿Qué haces aquí? -le pregunté en tono agresivo. Estaba nervioso y confuso. Él se encogió de hombros, como avergonzado, y me preguntó si llevaba algo de dinero. Hurgué en mi bolsillo y le extendí tres monedas de cien pesetas esto es todo lo que llevo. Mamá no me da más.

-Esa zorra roñosa... -murmuró mi padre con resentimiento.

-¿Lo quieres o no?

Y rápidamente sacó su mano del abrigo raído y cogió las monedas.

-¿Qué tal está el enano? -Preguntó, como cambiando de tema.

-Todos están como tú los dejaste.

-Ya. Oye... -se acercó a mí y bajó la voz como si no quisiera que nadie le oyera, pero sin mirarme en ningún momento a los ojos-, ¿puedes hacer algo por mí?

-¿Qué quieres?

-Podrías traerme algo más de dinerito- Tu madre lo guarda en un sobre en el último cajón de su armario, debajo de la ropa... No se enterará, ¿eh?... Que lo estoy pasando un poco mal, ¿eh, hijo?

-No, papá, lo siento, no puedo.

-Venga, anda. Por tu viejo, ¿eh? Venga, por tu viejo...

-Que no, papá.

Alguien se acercó a nosotros en ese momento, una mujer bastante entrada en años, de enormes caderas, muy maquillada y vestida de una forma horrible, con una minifalda negra y medias llenas de carreras, una gabardina beis con un estrambótico cuello de piel de leopardo y botines a juego, sólo que en negro. Se apoyó en el hombro de mi padre y me miró con ojos arrogantes.

-¿Este es tu retoño? -preguntó. Su voz era ronca y desagradable, y me fijé en que le faltaban varios dientes en la boca.

-Te dije que me esperaras en el bar-le replicó mi padre, turbado y furioso, bajando un tanto los ojos y dándole un codazo en el costado.

La mujer refunfuñó en voz baja algo que no entendí y se fue por donde había venido.

-Adiós, ricura -me dijo con retintín y una sonrisa torcida en sus labios.

-Bueno, hijo -repitió mi padre, volviéndose de nuevo hacia mí-, ¿crees que puedes hacer so por mí?...

-Te digo que no. No me lo repitas más.

El viejo suspiró y se dio por vencido.

-Está bien... No pasa nada -murmuró, asintiendo con la cabeza.

Entonces me miró a los ojos y sonrió con tristeza. Hizo un ademán de acariciarme la mejilla, pero aparté la cara en un acto reflejo.

Su sonrisa se diluyó.

-Eres un buen chico... mejor que tu hermana. Siento haberte pegado algunas veces. En fin,adiós, chaval, y no dejes que tu madre te lave el cerebro con sus tonterías de Dios y todo eso...

Se dio la vuelta y echó a andar calle adelante. Yo me apoyé en la pared y cerré los ojos. El corazón me latía con fuerza. Tragué saliva e inspiré profundamente.

Cuando abrí los ojos lo primero que vi fue la placa en la esquina del edificio de la acera opuesta. Decía: "Travesía de San Mateo". Me volví y aún pude ver a mi padre caminando a lo lejos, cansino y cabizbajo, hasta que desapareció por la primera esquina.

Y allí me quedé, inmóvil, apoyado en la pared, en la esquina de aquella travesía, inmerso en un mar de pensamientos, confuso, helado de frío, embargado por la tristeza, sin oír siquiera el timbre del instituto que me llamaba a clase de nuevo.

Y puedo asegurar que algo sucedió.

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