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Tribuna
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Fraga

Antonio Elorza

Su obsesión era la puntualidad. Entraba a la clase a las nueve, en punto y salía a las diez menos cuarto, luego supimos que no por deber administrativo alguno, sino porque iba a quemar proteínas a un gimnasio de la calle Casado del Alisal. Pero el momento dramático era la entrada de las nueve. El alumno que alcanzara la puerta detrás de él quedaba fuera. Es lo que me ocurrió en una ocasión, justo en el día en que convocó el examen parcial. Como yo era el delegado de curso, intenté en la clase siguiente confirmar la fecha. Se negó a contestar, advirtiéndome en tono autoritario que había faltado a mi obligación. Así que me encogí de hombros, disponiéndome para marchar. En mala hora. "¡Cuádrese!", gritó. Para su desgracia, yo no había iniciado aún la mili, por lo que me limité a mirarle con asombro y a preguntarle: "¿Qué dice usted?".Como profesor, era poco brillante, menos que su colega de cátedra, el huidizo Carlos Ollero. Recitaba a paso de carga las clases, igual que un opositor, mirando a la intersección de la pared de enfrente con el techo y pasando siempre las mismas fichas, lo que podía comprobarse, ya que la clase sobre un tema se repetía en el curso siguiente con puntos y comas. Y sus libros, cómo La crisis del Estado, que servía de texto, tampoco constituían un ejemplo de imaginación analítica. Lo que sí resultaba claro sólo con asomarse a su clase era su condición de hombre convencido de su propia valía y con una enorme voluntad de poder. A comienzos de 1962, las chirigotas del Paso del Ecuador le representaban humorísticamente como una gordinflona huraña, la señora Friega y Barre, mientras el estribillo repetía: "No hay engaño, no hay misterio: va buscando un ministerio". Pocos meses después, Fraga lograba la cartera de Información y Turismo.

Como todo el mundo sabe, el mérito de Fraga consistió en darse cuenta de que el régimen de Franco estaba agotado en un marco internacional muy distinto del de los años 50. Y había que cambiar, precisamente para que todo no se acabara derrumbando: no le entendieron, ni al principio ni al fin, cuando Franco hizo la célebre observación, preguntando para qué país había pensado el ya ex ministro sus reformas. Entre tanto, Fraga hizo una tenaz promoción de sí mismo, creando la imagen de un hombre eficaz y relativamente moderno, en el cementerio de dinosaurios en que iba convirtiéndose la clase política franquista. Lógicamente, Carrero se cruzó en su paso. Pero, entre tanto, Fraga, con su ley de Prensa, había logrado dar un paso de primera importancia en la efectiva conversión del cesarismo franquista en un régimen autoritario, ajustado a la descripción de Linz. Fue su baza y su capital político en las postrimerías de la dictadura, cuando recibe el apodo de Fragamanlis, en cuanto posible artífice de una transición.

Aficionado a las carreras de caballos, su mérito ha consistido siempre en comportarse como un jinete con buen sentido del paso, aunque no haya perdido la costumbre de liarse a latigazos cuando tropieza con una dificultad en el recorrido. Se dio cuenta de la parálisis política del franquismo y luego entendió, no sin dificultades, que aquellos sectores que se consolidaran en el poder económico y social bajo Franco tenían que asumir la democracia. De nuevo su tenacidad le permitió superar situaciones y problemas muy difíciles, entre ellos la falta de cuadros políticos inicialmente comprometidos con esa readaptación. Pero ahí están, gobernando en Madrid, en Santiago y en muchos otros lugares. El voto del domingo puede ser su consagración.

Pero los elementos de continuidad no han desaparecido. No sólo en el carácter, que sigue ahí como rasgo que dificulta la relación con el otro. Sobre todo, en el sentido autoritario del ejercicio de ese poder. Fraga no sólo hizo la ley de Prensa, sino que utilizó en los años 60 de modo más eficaz que sus predecesores el control de los medios para imponer la, exclusión y el aplastamiento del adversario. Sin renunciar al juego sucio, como en los XXV Años de Paz o el referéndum de la Ley Orgánica, y a jugar a fondo con la destrucción del disidente político hasta límites difícilmentes superables de vileza, como ocurrió en el caso Ruano y al proclamar entonces el estado de excepción. Con dictadura o en democracia, el desprecio del pluralismo en nombre de la autoproclamada eficacia de su gestión y la tendencia a copar el poder, haciendo de la Administración un instrumento al servicio de sí mismo y de su partido, son rasgos que acompañan a Fraga y que por desgracia cabe también detectar en sus seguidores, hoy en el Gobierno. Su previsible triunfo en Galicia dista, pues, de ser una buena noticia para la democracia. Algo que fuera del PP sólo ignoran. Anguita y su gente.

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