La libertad amenazada
Nuestro siempre querido y benemérito, ilustrado, huecograbado, grapado, encuadernado y siempre cargado y hasta sobrecargado de razón diario monárquico de la mañana debe de tener en nómina para la merecidamente prestigiosa sección "zig-zag" un par de grandes talentos, modestamente anónimos, que a menudo aciertan a admirarnos y deleitarnos con sus no por agudamente críticos menos ponderados comentarios sobre todo lo humano y aun sobre lo divino, ejerciendo, en verdad, como auténticos maîtres á penser, aquel magisterio de opinión que tantos echamos a faltar en la desorientada sociedad española. Una vez más, en el "zig-zag" del 25 de septiembre, han sabido deslumbrarnos con la crítica, no por severa menos respetuosa y constructiva, del epígrafe oportunamente resaltado con recuadro y titulado Contra el limitador de velocidad, que merece ser transcrito por entero:La propuesta del director general de Tráfico consistente en instalar un limitador de velocidad en los automóviles para que no puedan superar los 130 kilómetros por hora ha sido rechazada por especialistas, fabricantes, aseguradores y entidades automovilísticas. El aumento de los accidentes de tráfico mortales durante este verano puede explicar que Muñoz Repiso haya sondeado la opinión pública acerca de un aparato que se ha instalado ya en algunas series de ciertas marcas. Con independencia del quebranto que semejante medida entrañaría para" las ventas de coches de gran cilindrada, cabe criticar tanto su inutilidad como su abusiva restricción de la libertad. Hay quienes piensan que podría incluso aumentar el número de accidentes al provocar una pérdida de potencia en los vehículos en maniobras que pueden requerir un incremento de la velocidad [¡magnífica paráfrasis para evitar delicadamente la siempre ominosa palabra "adelantamientos"!]. La medida, tan equivocada como bien intencionada, entraña además una paternalista limitación de la libertad individual.
No es necesario encarecer la manifiesta clarividencia y la penetración intelectual con que el anónimo autor acierta, en tan pocas líneas, a descubrirnos la sustancia teórica de la cuestión: que el miedo a la velocidad es, por donde quiera que se mire, represivo, o, por usar la clásica expresión de Erich Fromm, literalmente "miedo a la libertad". Aun yo mismo, que padezco el humillante handicap de no haber aprendido a guiar un auto, me doy perfectamente cuenta de hasta qué punto la velocidad es no sólamente el símbolo supremo, sino también la realidad fundamental de la libertad individual y de la autoafirmación y autorrealización del individuo. ¿Qué eran sino expresión de la libertad individual, del dominio del hombre sobre la naturaleza a través de la velocidad, aquellos dos enormes glandes de hierro niquelado, que en los autos americanos de los años 50 reforzaban el parachoques delantero (acaso con el fin práctico sobreañadido de que la cabeza del atropellado no rompiese los cristales de los faros), glandes más tarde suprimidos probablemente por un mal entendido respeto hacia las mujeres conductoras?
Pero se trata, además, de una libertad individual que tiene los benéficos efectos de reducir, por una parte, el ingente despilfarro estatal que suponía el mantenimiento de unos transportes públicos, como el de la RENFE franquista, que apestaban, por añadidura, al jurásico estatalismo de una ideología colectivista hoy, por fortuna, definitivamente derrotada y trasnochada, y renovar, por otra parte, aunque tal vez no tan rápidamente como sería de desear, la obsoleta y hasta paleozoica cutrez de la urbanística de las viejas ciudades europeas (como demuestra su total inadecuación a las necesidades de aparcamiento de los automóviles, obligando al peatón, y en especial a las pobres amas de casa que empujan el cochecito que transporta la delicada carga de sus niños o acarrean la pesada bolsa de dos ruedas en la que traen la compra, a la incomodidad de tener que dar todo un rodeo para franquear la cerrada barrera de automóviles), abriendo con ello el paso a nuevos esplendores del arte arquitectónico y dando, a la vez, un vigoroso impulso a la creación de riqueza derivada de la empresa inmobiliaria.
La actitud, tan sólo en apariencia inocentemente timorata ante los riesgos de la velocidad -que es el máximo signo del Progreso a la vez que su logro más deslumbrador- pero en el fondo solapadamente reaccionaria de los hoy encubiertos enemigos de la Sociedad Abierta y de su valor supremo, la libertad individual, no repara, naturalmente, en el enorme perjuicio económico, con secuelas de alcance imprevisible para el desempleo, que la limitación de velocidad podría acarrearle al importantísimo ramo empresarial de las industrias y servicios relacionados con el automovilismo, desde las fábricas de autos hasta las compañías de seguros, pasando por gasolineras y talleres de reparación, ignorando deliberadamente y del modo más irresponsable y temerario hasta qué punto el consumo no es un fin en sí, destinado a satisfacer el egoísmo de sórdidas necesidades o míseros caprichos personales y domésticos, sino un auténtico servicio público, y hasta un deber de ciudadanos, absolutamente indispensable para la buena marcha, el mantenimiento y el constante crecimiento de la producción, con el fin último de la creación de riqueza. Esa limitación de velocidad que tratan de imponer sería, por último, gravemente atentatoria contra los legítimos derechos de los propietarios de automóviles de gran cilindrada, que, en razón del alto precio que tienen que pagar por sus vehículos, no sólo son los que soportan el mayor gravamen tributario que va a engordar las insaciables arcas de la Administración (amén de que, por añadidura, y dicho sea de paso, seguiremos estando en una situación de auténtica extorsión fiscal por parte del Estado, mientras los derechos de cada ciudadano no sean directamente proporcionales al monto de los impuestos que se vea forzado a pagar contra su voluntad, por culpa de la arbitraria y sospechosamente demagógica y hasta electoralista falta de equidad de la actual legislación impositiva), sino también los que, con ese magnánimo gesto de desprendimiento con que ni tan siquiera andan mirando la etiqueta que marca el ingente precio de sus automóviles, contribuyen en mayor grado, desde el lado del consumo, a la creación de riqueza nacional.
La limitación de la velocidad automovilística entraría, en fin, en hiriente y hasta ofensiva contradicción con el grandioso empeño con que el hombre ha luchado y se ha sacrificado a lo largo de la historia hasta alcanzar la libertad del individuo y en aras de la cual aún hoy se arriesga a los estragos de las mareas negras, con pérdidas de millones de dólares, ya por los daños producidos, ya por los gastos que impone el reabsorberlas. ¡Supremo bien de la libertad individual, por cuya causa hubieron de morir recientemente millares de kuwaitíes y fue preciso sacrificar centenas de millares de iraquíes y hasta más de 80 norteamericanos! ¡Supremo bien, en cuyo ejercicio y por cuya conservación aceptan anualmente de buen grado hacer ofrenda de sus propias vidas hasta cinco millares de usuarios de automóvil españoles, por no hablar de los peatones! ¡Supremo bien, en defensa del cual millares de campesinos se avienen gustosamente al patriótico sacrificio de ver multiplicada por 50 o por 100 la distancia que antes de la interposición de las autovías (alambradas por ambos lados a lo largo de todo su trayecto no sólo para que el automovilista pueda gozar de la plenitud de su libertad individual a través del cosquilleo que le sube por todo el cuerpo desde la punta del pie con que mantiene pisado a fondo el acelerador, sino también, no lo olvidemos, para salvar vidas de peatones) separaba su aislado caserío del de otros campesinos amigos o parientes!
La limitación de la velocidad automovilística sería, así pues, el más gratuito y más infame insulto a tantos sacrificios en favor de la libertad individual y a quienes por amor de ella supieron aceptarlos y sufrirlos, pero sobre todo y muy especialmente para esos auténticos mártires de la libertad individual, conscientemente dispuestos a inmolar sus vidas, a veces achicharrados en la viva llama de sus bólidos volteados e incendiados, como son los heroicos corredores de las grandes carreras de automóviles, como las tristemente célebres y por lo mismo tanto más fervorosamente concurridas y admiradas de Le Mans o Indianapolis.
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