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Restauración y 98

Leer el periódico por las mañanas no suele procurar una experiencia demasiado gratificante; pero a veces -y ésta es la mayor ventaja de la prensa escrita frente a los noticiarios de la televisión-, a veces, no siempre, después de haberte informado de los horrores cotidianos, de haber echado una mirada a las insensateces y necedades de costumbre, y de comprobar que tampoco hoy te ha tocado la lotería, puede ocurrir que, a la vuelta de una página, se encuentre uno con tal o cual comentario estimulante que le induzca a serias reflexiones y le invite a asentir o discrepar. Días atrás, el pasado 26 de septiembre, en una sola hoja de EL PAíS (páginas 17 y 18) se reunían tres escritos capaces de sacudir la desgana mental de este lector, animándole a terciar en el respectivo asunto.Me refiero en primer término a una carta donde el pintor Juan Genovés se opone a las opiniones anteriormente expresadas en este mismo diario por Vargas Llosa sobre el arte contemporáneo (bien puede ser que más adelante intente yo decir mi palabra acerca del mismo asunto). Pero me refiero también y sobre todo a los espléndidos artículos de la historiadora Mercedes Cabrera sobre el tema de la Restauración y del político Juan Antonio Ortega Díaz-Ambrona sobre La "reinvención" de España, respectivamente.

En cuanto a estos dos excelentes trabajos, no quisiera privarme de hacer ahora mismo algunas observaciones, tanto más cuanto que la historiadora y sus colaboradores me han honrado citando algún párrafo mío en apoyo de sus tesis; y teniendo en cuenta por otra parte que existe una conexión histórica muy peculiar entre la generación de 1898 (a quien se debió la invención de España, según el libro que presta punto de partida a la especulación de Ortega Díaz-Ambrona) y el régimen político montado por Cánovas del Castillo, tan duramente fustigado por los miembros de dicha generación y de la siguiente.

En efecto, un estudioso norteamericano, Inman Fox, que había consagrado antes muy buenos estudios a la personalidad y obra de Azorín, acaba de publicar un libro donde muestra muy acertadamente cómo la idea de España -el concepto de la identidad nacional española- vigente en este país durante el primer tercio del siglo actual y cuyos "escombros" todavía perduran, fue básicamente una elaboración de las generaciones de 1898 y de 1914.

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De conformidad con ello, reconoce Ortega Díaz-Ambrona en su citado ensayo que, siendo la nación no una realidad natural, sino "un concepto histórico -cultural", "la idea que hoy tenemos de España como nación es, en buena medida, un invento reciente"; y sumariamente repasa a continuación sucesivos fracasos en el intento de lograr un ajuste de los elementos peninsulares discordantes en "el rompecabezas español". Pero el autor de este escrito no se limita a comprobar los hechos de la realidad histórica, sino que, como hombre político, piensa de inmediato en la posible actuación práctica sobre ella. Así, su inteligente planteamiento le lleva enseguida a considerar, ante la presente devaluación del nacionalismo castellanista, el intento de reinventar o redefinir desde nuevos presupuestos "eso que llamamos España"; y para ello se remite a la fórmula propuesta en la Constitución de 1978, vigente hoy para los ciudadanos del Estado. A partir de ahí, el resto de su escrito apunta las perspectivas que, de modo alternativo, parecerían estar abiertas a esa reinvención de España, y lo hace con muy discreta cautela. El texto, redactado con sutileza para uso del buen entendedor, es breve, pero su contenido merecería larga meditación y profundo entendimiento por parte de taritas gentes a quienes desconciertan las condiciones de este mundo actual tan díferente del pasado inmediato: "globalización de la economía", "nacimiento de grandes espacios de convivencia", "desarrollo de los medios de comunicación en todos los sentidos", etcétera; un mundo donde ya no funcionan los Estados-nación que hasta el segundo tercio de este siglo fueron protagonistas de la historia universal.

La España inventada por la generación del 98 quiso, con su nacionalismo tardío, incorporarse a "las naciones modernas" cuando, en vísperas de la catástrofe bélica que puso término a la Modernidad, éstas estaban ya a punto de periclitar. Fue el último y patético episodio de la desconexión de España con la Europa moderna. Previamente, el régimen de la Restauración que en estosdías se está zarandeando a propósito del centenario de su arquitecto, Cánovas del Castillo, había constituido, según yo lo veo, el primer proyecto razonable para homologar a esta península con la Europa de las naciones soberanas, y ciertamente resultó ser un proyecto exitoso. Consistía en superponer, a la manera de aparato ortopédico, una constitución política liberal provista de instituciones democráticas sobre un país cuyas estructuras de poder estaban todavía lejos de prestarse al juego de la democracia parlamentaria; y durante el casi medio siglo que ella estuvo en vigor manteniendo la ficción de ese juego ("la hipocresía es el principio de la virtud"), dio lugar, en efecto, a un notable desarrollo modernizador de esa sociedad, y por consiguiente a su creciente participación en la cosa pública, desarrollo que por fin pondría en cuestión al régimen tal como venía funcionando.

Los duros ataques de que éste fue objeto por parte de intelectuales y políticos a principios de nuestro siglo son, a mi entender, la mejor prueba del éxito finalmente logrado por la operación que Cánovas montara en 1876. Esos ataques daban testimonio de que ya había llegado la hora de hacer efectiva la democracia inscrita y postulada en el texto constitucional, y provenían, por cierto -lo cual es bien significativo-, de gente sociológica y politicamente situada dentro del régimen mismo: así, Galdós había aceptado un acta de diputado cunero; Azorín fue igualmente diputado y ocupó altos cargos administrativos; Baroja se presentó candidato a diputado; también lo hizo Azaña, y Ortega y Gasset, el más implacable debelador del régimen canovista, pertenecía a una de las familias que gobernaban ese régimen. Es claro que la democratización efectiva hubiera podido -y debido- efectuarse mediante una reforma

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constitucional tras la exigencia popular de responsabilidades por el desastre africano de Annual, previsible proceso al que la dictadura promovida por el rey, rompiendo su pacto con la Nación, hubo de cerrar el paso. No es caso de reseñar aquí y ahora una vez más la historia de esa crisis de tan lamentables consecuencias. Baste recordar que la dictadura con duciría, agotada en breve lapso, a la proclamación de una república cuyo primer presidente fue un ex ministro del antiguo régimen, Alcalá Zamora, y en cuyo Parlamento dominarían las voces de Ortega y Gasset, de Azaña, y de tantos otros de los personajes que años antes habían propugnado la reforma de la constitución monárquica mediante aquella depuración de responsabilidades que no quiso afrontarse. El artículo firmado por Mercedes Cabrera traza con el rigor propio de los historiadores los rasgos esenciales y la evolución del régimen establecido por Cánovas. Fue en verdad un régimen digna, seria y razonablemente conservador, que, sin abdicar de la autoridad del poder público, garantizó desde sus comienzos todo el margen de libertad que las circunstancias consentían, facilitando así el desarrollo de aquella atrasada sociedad española hacia la convivencia democrática. A estas alturas, me pregunto yo qué tendrá que ver un régimen de características tales con el cuadro político que se ofrece hoy a la observación de cualquier espectador curioso...

Francisco Ayala es escritor.

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