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Antiamericanismo con causa

Pocas opiniones colectivas resultan mas aburridas que ese antiamericanismo cañí que aqueja en España por igual a izquierda y derecha. Es un síndrome que desencadenó la catástrofe del Acorazado Cervera, que se agrava con el aislamiento tras la Guerra Civil, el abrazo de Eisenhower a Franco y el prestigio de los comunistas españoles -lógicamente antiyanquis- antes de que Julio Anguita se pusiera al mando del tenderete de la liberación obrera y campesina en comunión con Álvarez Cascos.Tenemos nostálgicos de aquel supuesto poderío hispánico muerto a traición por una banda de miserables capitalistas, en un crimen que nos aprestamos a conmemorar. Y tenemos a nuestros inefables antiimperialistas que mandan asnos solidarios a La Habana para reconfortar a los cubanos que, insisten, no necesitan democracia porque son intrínsecamente felices en el heróico castrismo, tan hospitalario él cuando se va a la isla de visita. A ellos les da igual la política de Estados Unidos porque siempre la entenderán como la quinta esencia de la perversión.

Pero no hace falta pertenecer a ninguna de estas grandes corrientes de opinión carpetovetónicas para sentir desasosiego por la creciente torpeza, la falta de respeto a los intereses de sus socios y la prepotencia chusca de, que hace gala la administración de Bill Clinton en su política exterior. En España, en Europa y en otras regiones del mundo.

Estaba claro que el cambio generacional que supuso la llegada de Clinton a la Casa Blanca implicaba una merma en la sensibilidad de Washington hacia las grandes cuestiones europeas. Bush había luchado en una guerra en la que Estados Unidos volvió a unir sus fuerzas con aquellos europeos que luchaban contra la barbarie que había emponzoñado el continente.

Clinton percibe Europa como un joven nacido de un estado pobre y sureño de Estados Unidos que pasó por Gran Bretaña con el único interés de acumular méritos en su carrera hacia una relevancia política, tan relativa ella, en el remoto y provinciano Arkansas. Todo lo demás vino después y, como suele decirse, sin estudio ni previa meditación.

No era desde luego un buen punto de partida para una visión cosmopolita y, sobre todo, para una comprensión de identidades e idiosincrasias del viejo continente. Por supuesto, Clinton no es Jesse Helms, ese irreductible chauvi nista que hace más daño a su propio país con su arrogancia que a los obsesivos objetos de su odio. Pero tampoco es Jefferson. Ni Roosevelt. La introspección de una gran potencia es lógica. Los demás cuentan menos a sus ojos. Pero cuando cae en la tentación de considerarse de forma irreversible la única fuerza global, puede acabar asumiendo esta receta perfecta para acumular hostilidades en su contra. Eso es mala política. Por fuerte que, se sienta quien la hace.

Las leyes Helms-Burton y D'Amato, las amenazas a la compañía francesa Total, los intentos de imponer a los aliados todos los costos de la ampliación de la OTAN y en general el tono actual de la diplomacia norteamericana sugieren que Clinton y su administración han olvidado que el mundo es más complejo que los pulsos de poder en Little Rock. Hay amigos que, si son sistemáticamente despreciados y maltratados, dejan de serlo. La lealtad entre aliados tiene que ser mutua si debe ser consistente. Y la seguridad de todos, también de EE UU, depende de que ésta funcione.

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