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Caridad o justicia

Hablemos de la madre Teresa de Calcuta aunque sólo sea para poner una voz discordante al concierto mundial en favor de la santa virtud de la caridad. No voy a cuestionar los funerales con honores de jefe de Estado que le tributó el Gobierno indio ni la explosión de reportajes de su santa vida de que han hecho alarde las cadenas de televisión. A mí no me escandalizan estas cosas. Conozco el mundo en que vivo lo suficiente como para saber que la creación y posterior muerte de un mito es una forma óptima de poner en práctica una de las más confortables formas de mercado que alcanza a reporteros, televisiones, revistas del corazón y hasta secciones en los periódicos más serios, sin contar la multitud de fabricantes de ceniceros,- medallas, bolígrafos y toda clase de recuerdos, como los que pone en circulación la familia real británica, el Vaticano, Lourdes o Fátima, sus máximos exponentes y tantos otros aspirantes a Mito.Por eso tampoco me escandalizó la locura colectiva de Diana Spencer. Al fin y al cabo son negocios que cuando se hacen en torno a cadáveres escapan a la voluntad de sus protagonistas, presentes en el sepelio pero con la facultad de decisión tan ausente como los sentidos o la conciencia.

De ahí que me cuesta comprender qué pretenden la mayoría de columnistas y articulistas que se han cebado en los errores de Diana o han ensalzado las virtudes de la madre Teresa atribuyendo a sus vidas el fenómeno de la santificación que se ha producido en ambos casos. El fenómeno no son ni Diana ni Teresa -si se me permite dejaré caer lo de Madre-, sino, esta humanidad que, sin saber por qué, enloquece al unísono por ciertas figuras cuyo único denominador común es haber llenado los programas de televisión y las revistas del corazón sin que tampoco los sociólogos atinen a descubrir a qué se debe que de pronto esta persona y no aquélla se convierta en un mito.

Difícil es entender la pasión que ha suscitado Diana, como difícil es comprender la ferocidad de algunos comentaristas, muchos de ellos intelectuales probos que, entre otras cosas, le han echado en cara su libertad sexual. "De un amante a otro", han dicho con la mueca de asco transmitida al papel. ¿Qué tiene de malo ir de un amante a otro? Cada cual se organiza la vida sentimental y sexual como quiere y sobre todo como puede. Unos con certificados de matrimonio, los otros con matrimonio y amantes, los de más allá sólo con amantes, quien dedicando la vida entera a una persona o a varias o sacrificándose por los demás, que también en la renuncia está el placer, todos soportando, inventando, amando u odiando o todo al mismo tiempo. ¿No se mueve en estos límites el amor y los intereses de convivencia de hombres y mujeres?

Pero a mi modo de ver más difícil es aún entender lo de Teresa. No voy a hablar del controvertido documental Ángeles del infierno, que tantas dificultades ha tenido para programar el Canal 4 del Reino Unido, ni de los testimonios que aporta el periodista Christopher Hitchens sobre el medieval concepto de ayuda a los mendicantes de la santa, ni me referiré al artículo del médico Robín Foz en la prestigiosa revista médica Lancet sobre su curiosa y devastadora forma, de entender la planificación familiar, ni debatiré sobre la satisfacción personal que busca entre otras cosas la caridad entendida como tal, ni de la amistad y complacencia que demostró la santa con los grandes dictadores del mundo. Me limitaré a lo que dicen los periódicos, las televisiones y los santos varones que le concederán dentro de poco la corona de la santidad. Y una vez leídos y vistos los informes de los media, me pregunto ¿a qué viene entonces esa pasión por una monja que ha dedicado su vida a la caridad? El mundo está lleno de mujeres y de hombres que han renunciado al demonio, a sus obras y a sus pompas y dan de comer al hambriento y de beber al sediento, cuidan los enfermos y van a visitar los presos, con la mente puesta en Dios y en la caridad que él les dicta, y en el premio que les concede en esta vida y les espera en la otra. En general son seres que cifran el bien y su propia labor en la caridad y no en los principios de igualdad y justicia que todo hombre merece que se le apliquen, es decir, en los derechos humanos.

Entre las obras de caridad que practican con los más desheredados de la tierra sobresale ayudarlos a adquirir la virtud de la resignación, cristiana o no, que esto poco importa, con ta de que no se subleven contra un mundo que los arrincona y los olvida. Que aprendan a ejercitarse en y aceptar el sufrimiento, que es fuente de santidad. Que dejen sus vidas en manos del Todopoderoso, que él sabe más que nosotros lo que nos conviene y lo que no nos conviene. En una palabra, que se aguanten y acepten su suerte con humildad, encima, y con santa alegría porque si Dios los hizo pobres, miserables y enfermos por algo sería, y si a otros hizo ricos y poderosos ésa fue su santa voluntad, que nosotros, pobres mortales, no tenemos ni por qué entender ni por qué luchar para cambiar el curso de los acontecimientos. Respetémosla, convirtámonos en sus siervos. Dejemos de pensar. Amén.

Así, por ejemplo, si nos atenemos a las palabras de Teresa, la madre de los pobres entre los pobres, en la India, país dominado por las castas, la miseria, la injusticia, y supongo que en todo el mundo, hay que dejar en manos de Dios el problema de la procreación, de la multiplicación de los humanos que nacen sólo para arrastrarse y morir, de las madres que paren desde los 13 o 15 años hasta que la muerte les arranca, con el último hijo, el aliento de vida y mientras los demás se pudren en las calles sumidos en los escombros, la droga y la prostitución. El consuelo para ellos está en un jergón, un pedazo de pan y unas palabras de amor. No pretendo decir que a los pobres no les guste que les den limosna, sino que en todos los años que Teresa de Calcuta ha salido en la televisión, en las visitas a los grandes y poderosos, en sus palabras cuando recibió el Premio Nobel, nunca, ni una sola vez -por lo menos la prensa nunca lo ha recogido-ha pedido justicia para sus pobres, ni ha denunciado las desigualdades entre, por ejemplo, esas 400 familias que poseen más riqueza entre todas que el 20% de la población que se encuentra en lo más bajo de la escala riqueza/pobreza. Sólo ha levantado la voz para boicotear sistemáticamente las campañas de planificación familiar de la India, un país que muy pronto llegará a los mil millones de habitantes, e imponerlas a los miserables que más la necesitan, aprovechando el aurea de santidad que la BBC, la televisión y el Premio Nobel han forjado en torno a su caridad y a su leyenda.

Curioso es que el mundo se arrodille ante un ser humano, sea el que sea, tenga méritos o no los tenga, pero más lo es aún que lo haga ante una mujer que, conociendo de cerca el estado de ignominia en que viven y mueren los más desheredados, no supo o no quiso aprovechar su influencia y su voz para denunciar la injusticia, la desigualdad, el hambre y el abandono a que están sometidos los pobres. La santificación corresponde a la Iglesia, no a nosotros, que la pondrá en marcha precisamente por la caridad, una de las virtudes teologales que, junto con la fe y la esperanza, cierran los ojos de los fieles, apaciguan su voluntad de rebelión y remiten el problema a la otra vida para que en ésta los grandes del mundo, entre los que ella, la Iglesia, se cuenta, puedan dedicarse a cantar himnos por la paz y promover la convivencia entre los hombres de buena voluntad.

Rosa Regás es escritora.

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