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Ocaso

Zombies adolescentes de mirada perdida reparten octavillas publicitarias como autómatas de, brazos articulados. Veteranos limpiabotas en vías de extinción lustran los últimos zapatos supervivientes a la invasión del calzado deportivo postrados a los pies de sus últimos clientes, bajo las marquesinas de los palacios del cine reconvertidos en minicines adosados.Las modernas cafeterías pasadas de moda dieron paso a burgers, pizzerías o jamonerías con aires y luces de supermercado. Las terrazas elegantes de mesa y mantel se trastocaron en inestables chiringuitos playeros con mobiliario plástico y sombrillas publicitarias. Voraces cajeros automáticos, chiscones blindados de cambio de moneda, fachadas ciegas de extintas joyerías encarteladas con pósters de cantantes y grupos de rock, y en los zaguanes abandonados, vagabundos durmientes de las más diversas etnias.

La Gran Vía ya no es lo que era, pero se resiste a dejar de ser lo que fue. Ajenos a su decadencia siguen peregrinando los turistas por sus aceras amplias pero repletas de obstáculos móviles o inmóviles: jardineras, quioscos, puestos de tabaco, vallas de obra, vendedores del cupón o de La Calle, hombres estatua, trileros o mendigos, sentados o arrodillados, con cartelón autógrafo o con reclamos de más impacto como la camada de gatos que posan inmóviles, casi de porcelana, junto a su dueño en una esquina de Callao.

Gatos lustrosos y aseados cuya manutención y cuidado deben salirle por un pico al mendicante, pero que al fin y al cabo son una inversión, una herramienta de trabajo que produce mejores dividendos que la exhibición de miserias humanas, lívidos muñones o miembros retorcidos.

La Gran Vía ya no es lo que era, pero aún no sabe qué va a ser de ella; carteles de venta y alquiler asoman a sus ventanas y balcones y, a pie de calle, cambian de titularidad y dedicación los comercios buscando una salida, un hueco en el cambiante y caprichoso mapa de la ciudad.

Ni la desidia ni la crisis ni la especulación, ni siquiera la degradación ostensible de este paisaje urbano, emblema durante más de medio siglo de la nueva metrópolis, han conseguido enterrar el fantasma de una Gran Vía que nació predestinada para el éxito y la fama, para el negocio del ocio, con vocación de escaparate privilegiado.

Cerró sus puertas el histórico café Fuyma y una púdica red de obra Oculta el chaflán de lo que fue la cafetería Manila, observatorio y rompeolas de la vorágine que deambulaba por las aceras de la Gran Vía y que aún lo sigue haciendo, sin querer darse cuenta de que ya no es la misma, haciendo oídos sordos y cerrando los ojos ante su decadencia.

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Si la Gran Vía vuelve a ser lo que era se lo deberá a esta muchedumbre de viandantes que patean sus aceras sin oficio ni beneficio, tratando de captar algo de la magia perdida entre las fachadas de los edificios entablillados de andamios y velados por las mallas.

Hoteles, hostales, pensiones, casas de huéspedes para viajeros y estables, estrellas y soles chapados en todos los portales, indican que la Gran Vía conserva su condición de refugio y dormitorio para transeúntes de pies hinchados, turistas extraviados en el cogollo de la urbe que encuentran su reposo nocturno en habitaciones intermitentemente iluminadas por el guiño de los neones. En la esquina de Alcalá, en el arranque de la Gran Vía, coronando la coqueta cúpula de un edificio señero, campeó durante muchos años la estatua de La Unión y el Fénix como un símbolo de resurrección.

Con el cambio de propiedad, el mitológico pájaro y su jinete fueron sustituidos por un ángel, guardián de la metrópolis, que da la espalda al caótico hormiguero que se afana a ras de tierra.

Al final de la Gran Vía, en la plaza de España, isla providencial para náufragos urbanos, Don Quijote y Sancho parecen siempre a punto de abrirse y dejar la compañía de los rascacielos de viento, molinos y gigantes, dispuestos a cambiar este confuso Campo de Agramante por las frondas de la Casa de Campo, donde no habrían de faltarles entuertos de desfacer.

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