Justicia y horror
Cada septiembre llega la inauguración del año judicial y el Máximo togado certifica que el sistema no funciona. La denuncia la escuchan el ministro o la ministra, los consejeros del poder judicial, los magistrados, el rey. Todos asienten. Los ciudadanos, víctimas de la patología, esperan entonces que se adoptarán pronto medidas decisivas puesto que el asunto es de trascendencia capital pero, una vez terminado el acto solemne, retirados los velones y colgaduras, el silencio regresa a la sala y empieza afuera, en los juzgados, con el mismo sonsonete, la rutina.Hace diez años, algo más de una cuarta parte de los españoles se confesaban insatisfechos con la justicia; la proporción pasó a ser del 46% en 1995 y, actualmente, ha rebasado el 50%. Al ritmo en que crece el descontento y el sistema no se mueve, se llegará pronto a la perversión que el Estado sostiene, con recursos económicos y humanos, un aparato destinado en la mayoría de sus intervenciones a producir el mal. No en vano, la Justicia está mostrando progresivamente a la luz pública un perfil temible, anacrónico o incluso locoide que invita a apartarse de ella. Apenas un 16% de los españoles confía en sus acciones. Para el resto, la Justicia reside en el corazón de la sociedad como un bloque canceroso capaz de carcomecer la verdad, aplazarla, enterrarla o convertirla en un anhelo carísimo de demostrar.
El sistema funciona de hecho tan mal que los especialistas consignan la imposibilidad de corregirlo. Sería precisa una refundación radical completa de la institución para acomodarla a la naturaleza de nuestro tiempo. En España y en otros países; pero aquí la obsolescencia judicial ha llegado al punto de concretarse en una maquinaria tan rudimentaria que José Juan Toharia -autor de Pleitos tengas- la equipara a un grotesco martillo destinado a construir un Boeing. Con esa antigualla tosca y mellada se golpea la idea de ecuanimidad social, se desbarata la esperanza del castigo justo, se maltrata la protección individual ante el Estado; se rompe, en fin, la confianza de estar viviendo en un espacio ordenado y legítimo, y cabal.
Pocos, incluso los magistrados, deniegan los vicios de nuestro sistema. Aplauden, por el contrario al presidente del Tribunal Supremo cuando ante su Majestad implora una urgente solución a este horror. Pero nadie, contra lo que podría esperarse, toma en sus manos el problema. Ningún gobierno español del siglo XX lo ha emprendido, mientras la degeneración, la corrupción y el daño continuaban creciendo ante sus ojos.
Han abundado los presupuestos para mejorar la circulación en las carreteras, por ejemplo, pero los procedimientos judiciales pueden continuar a pasó de caballerías. Hasta el Código Civil o el concepto del Código Penal responden como piezas a la misma inercia. Ni los pocos jueces por habitante que existen en España, casi cuatro veces menos que en Alemania, están bien cualificados para atender a los litigios modernos, ni dan abasto para atender a los antiguos.
Las instalaciones, los recursos técnicos son insuficientes pero aún doblándolos no alcanzarían a solventar una legislación donde se reconocen nada menos que 89 variantes procesales; es decir, una fronda perfecta para hallar burladeros y perfeccionar dilaciones que siempre benefician al granuja.
Mediante la ingente acumulación de asuntos, con los defectos de instrucción a cargo de magistrados sin competencia bastante, con las carencias técnicas, con los recursos a las trampas que propician el fárrago y la oscuridad, con la galopante contaminación política, la potencia de crear injusticia progresa sin cesar.
¿Por qué no se acaba con esta situación? No hay ya pretexto suficiente que contrarreste la magnitud de un caos donde podría quemarse la democracia entera. El Consejo General, el Tribunal Supremo, el Gobierno, la ministra, los doctores, conocen esta mefítica progresión del mal. Mantener las cosas como están cubre de pestilencia a todos.
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