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Setecientos noventa y ocho más uno

Desde hace muchas semanas, en las listas de libros con mayor éxito figura Contra la barbarie, de José María Calleja. A su lado, como siempre, hay títulos banales que tratan de puras cuestiones de entretenimiento, de ésas que contribuyen a hacer amable la vida de la gente normal. Quien lea Contra la barbarie sentirá en más de una ocasión la tentación de no pasar al capítulo siguiente del mismo modo que cualquiera propende a no enfrentarse cada día con toda crudeza a las desgracias familiares. No es un libro sobre el terrorismo o sobre ETA. No pretende dar soluciones ni apela a eruditas cuestiones de ciencia política o sociología. Simplemente nos enfrenta con los grandes ausentes de las páginas de los diarios el día después de un atentado: por ejemplo, esas viudas enlutadas con gafas de sol que ocultan su mueca de dolor e incredulidad ante el abismo de su propio futuro. Como dice Savater en su prólogo, el libro nos hace mirar la sangré desde el punto de vista de quien sangra: la viuda de ese policía nacional nacido en Ceuta al que partieron en dos, esa portuguesa que había ido a San Sebastián a buscar trabajo y un atentado la hizo morir en sus calles o aquel forense pálido que le dijo al periodista que de sus víctimas ni siquiera había restos. Del terrorismo se puede elucubrar con grandes palabras pero detrás suyo no hay más que dosis inmensas de sufrimiento de aquellos a los que no hemos querido ver ni escuchar lo bastante. El libro concluye con una enumeración de las víctimas del terrorismo. Detrás de esa cifra -siempre más o menos discutible- hay miles de historias con idéntico denominador común.Más vale ya a estas alturas no hablar del "espíritu de Ermua". En un plazo muy corto de tiempo los partidos políticos, con sus enfrentamientos, lo han malbaratado hasta tal punto que necesita no ya una resurrección imposible, sino el nacimiento de una alternativa que lo sustituya. Lo peor del caso es que ahora se adivina que aquel sentimiento colectivo en apariencia unánime ocultó diagnósticos errados. Miguel Angel Blanco se convirtió en un símbolo no por ser concejal, o del PP, o por tocar música, o porque todo el mundo lo considerara majo y trabajador. Lo fue por ser un individuo anónimo, uno más, ni siquiera con una mínima posibilidad de resultar el último, de una larga. serie de personas. Lo fue porque su asesinato no pretendió ni siquiera un chantaje -lo que se pedía era de imposible cumplimiento en el plazo señalado- sino que nació como una réplica a una sensación de alegría colectiva por la liberación de Ortega Lara. Nunca como en este caso alguien ha sido víctima de los titulares de los periódicos. Destruir una vida humana -y la de tantos a su alrededor- por esos motivos nos remite al ápice de la abyección.

No nos merecíamos la destrucción del espíritu de Ermua. Menos aún nos merecemos la mezcla de mala pata, zafiedad y frivolidad con que se ha desaprovechado una ocasión más. Puede existir la sensación de que para superar esta desagradable impresión lo mejor es pasar la página sin más pero, así, no conseguiremos sino dejar el mal enquistado. Convendría que se recordaran tres enseñanzas. En primer lugar, el espíritu de unanimidad nacional contra el terrorismo contenía la voluntad de que los dirigentes políticos asumieran sus responsabilidades. Como parece demostrarse que la respuesta ha sido más que mediocre, eso afecta sin duda a la médula misma de nuestra democracia y las consecuencias pueden ser muy graves. Además ya está bien de considerar que lo correcto y lo "profesional" para un político, consiste, cuando arrecian las críticas, en poner cara imperturbable y ratificarse en lo que las motivó. Eso es propio de seres inmaduros o tiernos infantes, con el inconveniente de presumir que el auditorio está formado por seres, semejantes. Y, en fin, empieza a parecer intolerable que un partido que se dice de centro -y que muchos desearíamos que así fuera- no se revuelva contra lo que gritan algunos de sus seguidores. Yo no sé si Raimon fue abucheado por cantar en catalán, decir que el valenciano es catalán o recordar que el franquismo fue una dictadura, pero sí que quienes lo hicieron merecían una respuesta contundente de un dirigente del PP y no de un locutor. Lo peor del caso es que, a base de tolerarlo -¡en el vigésimo aniversario de la Diada del millón de catalanes en la calle!- se está convirtiendo en políticamente correcto lo inaceptable. Camus escribió que el destino de los mártires es ser olvidados o manipulados. Sería una triste gracia que a base de pecar insensatamente por lo segundo acabáramos en lo primero.

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