Las fotos del absurdo
La muerte en accidente de tráfico en una calle de París de Diana de Gales, de su acompañante, Dodi Fayed, y del chófer que conducía su automóvil mientras eran seguidos en moto por un grupo de reporteros gráficos -los llamados paparazzi- ha suscitado un debate a escala mundial no sólo sobre este tipo de periodismo, sino sobre la prensa en general. Precisamente porque el debate ha trascendido el caso concreto y ha derivado en un juicio casi universal sobre los medios de comunicación, el Defensor del Lector no podía eludir participar en el mismo. Desde este espacio se habría dejado de contribuir a ese proceso de reflexión sobre la ética periodística que el editorial de El PAÍS del 1 de septiembre consideraba deseable abrir a partir del luctuoso suceso, y no sólo en el Reino Unido.El debate osciló desde el principio entre la condena sin paliativos de los fotógrafos mezclados en el suceso y el anuncio de nuevas reglas, desde luego más severas, para la prensa, sin esperar a conocer las circunstancias del accidente, entre ellas la determinante del estado de embriaguez del conductor del automóvil. Luego, la discusión se fue abriendo a otros matices y perspectivas respecto de una cuestión compleja que va más allá de la posible responsabilidad legal o penal de los fotógrafos en cuestión. En lo que se refiere a este punto, hay que dejar bien claro, frente a tantas condenas anticipadas y aires justicieros, que la determinación de la posible responsabilidad penal -la relación de causa a efecto entre la persecución y el accidente- es tarea exclusiva de la justicia y de nadie más. Aunque la justicia francesa tendrá que hilar muy fino en un asunto penalmente tan enrevesado como éste. En el derecho penal moderno no cabe esa máxima que dice que "el que es causa de la causa es causa del mal causado". No es concebible que este desfasado principio se aplique más o menos subrepticiamente al caso como una forma de respuesta judicial a un determinado estado de opinión. Será muy instructivo -si es que la inicial inculpación contra los fotógrafos se mantiene- seguir de cerca un procedimiento penal en el que se atribuye a agentes exteriores el accidente de un vehículo conducido a casi 200 kilómetros por hora por una persona embriagada.
Pero fuera del ámbito penal existe un debate sobre la conducta profesional de estos fotógrafos de prensa , incluso si su actuación fue irrelevante en el desencadenamiento del accidente. Al preguntársele a Harrison Ford sobre el suceso, el actor norteamericano respondió sabiamente: "Nunca se me ocurriría salir corriendo delante de los fotógrafós". Y es cierto que hay que preguntarse si tiene sentido arriesgarse a una muerte casi cierta marchando en un automóvil a alta velocidad por las calles de una gran ciudad para evitar unas fotografías que, además, tenían que ver con una relación sentimental ya conocida e incluso fotografiada. No lo tiene. Fue una decisión desproporcionada, por el grave riesgo que comportaba, en relación con el perjuicio que se pretendía evitar. Pero hay que preguntarse sobre todo por la conducta de quien se pone a correr tras de quienes corren para no ser fotografiados, contrariando tan manifiestamente su voluntad, vulnerando al menos las normas de tráfico y poniendo en riesgo su vida y la de todos los habitantes de la gran ciudad que tuvieran la desgracia de cruzarse en su camino.
En realidad, los fotógrafos de prensa llamados paparazzi no rehúyen la autocrítica sobre los métodos que utilizan a veces para obtener sus fotografías. Pero suelen responsabilizar de los mismos a quienes, a su juicio, son los verdaderos promotores del tipo de prensa para la que trabajan. En primer lugar, los personas públicas o famosas, para muchas de las cuales es supersabido que hay algo peor que ser acosadas por los fotógrafos: que no se les haga fotos cuando les interesa o apetece; también determinados editores que presionan para la obtención de exclusivas que les reportan pingües beneficios; después, los millones de lectores que se extasían ante las últimas peripecias fotografiadas del famoso de turno... Todo esto es absolutamente cierto. Pero ello no exime a los fotográfos de prensa, y a los periodistas en general -como a cualquier otro profesional-, de ejercer su profesión en el marco de la ley, de conformidad a unas normas deontológicas propias y sin llevarse por delante los derechos de las personas. Las fotos hay que obtenerlas en muchos casos y, seguramente, ningún precepto legal impedía hacérselas a Diana de Gales y a Dodi Fayed en las calles de París, pero no a cualquier precio, incluso al de infringir las normas de tráfico en una gran ciudad.
El mercantilismo a ultraza que domina la sociedad actual, y del que tanto se ha hablado como explicación última del accidente de París, amenaza sin duda con relegar a un segundo plano e incluso con erradicar los valores profesionales y éticos en la actividad humana. Y un principio básico que debe respetar cualquier forma de periodismo digno de tal nombre es que toda persona, sea pública, famosa o simplemente normal, posee un reducto íntimo infranqueable al conocimiento ajeno y a la información. Sólo a partir de ahí se abre un espacio público en el que cuantos transitan por él deben saber que sus derechos personales están supeditados, en mayor o menor medida, al derecho de información, prevalente en una sociedad democrática. Esto es así, principalmente, en el caso de quienes representan y gestionan intereses de la colectividad.
La mercantilización extrema es especialmente dañina en aquellas profesiones -periodismo, medicina, abogacía- cuyo cometido afecta más o menos a derechos básicos de la persona. De ahí que sea difícilmente comprensible el rechazo de algunos sectores periodísticos españoles a la implantación de un código ético, voluntariamente aceptado, que autorregule la actividad profesional, como ya sucede en Cataluña. Sin el compromiso público con un código ético, el periodismo, incluso el que se pretende serio, deviene sensacionalista. En este sentido, Josep Pernau, decano del Colegio de Periodistas de Cataluña, opina que "culpando sólo a los paparazzi el debate se plantea de manera hipócrita". Pernau subraya que "más que de poner límites a la información, que existen ya en las leyes, debería plantearse la necesidad de acotar la competencia en el mercado de la comunicación dentro de los límites de la ética, y por supuesto no con leyes, sino con mecanismos eficaces de autorregulación. En el debate deberían tener voz los auténticos protoganistas del proceso comercial: los editores y los consumidores, y en él poco tendrían que decir los paparazzi. Que los editores y la sociedad consumidora de amarillismo digan claramente si esto es lo que prefieren".
Pero este fenómeno -la sustitución de los valores profesionale por los estrictos del mercado- puede incluso llevar, de no corregirse, a la destrucción del sistema económico-social vigente, como no se cansa de denunciar George Soros, ese financiero que tan bien lo conoce por dentro y que tanto provecho ha sabido sacarle. En todo caso, es posible que ya deba ponerse a su cargo la destrucción absurda de tres vidas humanas, una de ellas muy apreciada popularmente, en un absurdo accidente, de coche en una calle de París.
Los lectores pueden escribir al Defensor del Lector o telefonearle al número 91 / 337 79 36.
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