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Cínica desfachatez

Los primeros observadores de los cambios introducidos en la política europea, a raíz de la Gran Guerra ya percibieron que la implantación del sufragio universal provocaba una radical transformación, de los viejos partidos de notables en nuevos partidos, de masa. Entre las novedades, una, fundamental, venía exigida por la ineludible necesidad de ganar elecciones para subsistir como partido y disponer por tanto de recursos económicos suficientes para afrontar las contiendas electorales con garantías de éxito. "Con menos de 20.000 marcos -escribía el siempre lúcido y desencantado Max Weber- no se puede conquistar en ningún caso un distrito electoral grande y muy disputado".Así comenzaron a inflarse los presupuestos de los partidos políticos y así comenzó a adquirir en la organización partidaría un nuevo y antes desconocido poder del funcionario encargado de recaudar fondos. Gentes muy variopintas fueron requeridas para aportar su contribución a las arcas de los partidos que, por su parte, montaron también empresas propias con objeto de acopiar los medios necesarios para afrontar los nuevos costes inherentes a la extensión del sufragio. Banqueros, constructores, industriales, comerciantes, los llamados hombres de negocios en general, fueron dejando caer en manos cada vez más ávidas su contribución mientras hacían la vista gorda si el recaudador sisaba para su provecho una parte alícuota del donativo o de la mordida.

Éste fue en sustancia el mecanismo que vino a sustituir la old corruption propia de la tradicional política oligárquica por la nueva corrupción propia de la moderna política de masa. La repulsa moralizante a la política como un ámbito de podredumbre, y a los políticos como individuos sin escrúpulos, que dicen. una cosa y hacen otra, obsesionados sólo por el poder, adornados, como los envidiaba Ortega, "con el don de la mentira", tiene en estas prácticas de rapiña uno de sus más floridos campos de cultivo. Si en algo están de acuerdo intelectuales y taxistas es en la convicción, tantas veces compartida en medio del fenomenal atasco, de que todos los políticos son iguales; iguales, claro está, de abyectos.

¿Lo son? Un publicista resabiado respondería que no, que algunos tienen el cinismo más desarrollado que otros. Por ejemplo, este Ollero que arremete contra una sala del Tribunal Supremo por haber rechazado la personación del PP en el caso Filesa como acusación particular, y que proyecta una sombra de duda sobre la imparcialidad del Consejo General del Poder Judicial por haber concedido el amparo al juez atacado, ¿a qué juega?. Erigido en debelador de la corrupción, Ollero no sólo atiza las brasas en que se consume Filesa sino que pretende además deslegitimar a un Tribunal por si el fallo fuera finalmente absolutorio de parte o de la totalidad de los procesados. Corrupto el PSOE por sus prácticas recaudatorias, corrupto el Tribunal por una cita con las comillas corridas, corrupto el Consejo por su origen espúreo.

Pero ¿quién es este Ollero que así reparte lecciones de ética política?. Pues ni más ni menos que un funcionario de un partido dedicado con idéntica fruición, y en tiempo no tan remoto como para haberlo olvidado, al mismo deporte que ha sentado en el banquillo a los acusados del caso Filesa; un partido que, por ejemplo, pasaba el platillo ante las fauces del "hombre de negocios" Javier de la Rosa. Con sólo contar en su haber la ignominiosa carta enviada por el pedigüeño Lacalle al dadivoso De la Rosa, Ollero y todo el partido al que pertenece quedarían ahora mucho más guapos si mantuvieran sus boquitas cerradas y dejaran a los jueces hacer su trabajo. Pues, en definitiva, lo que alimenta el argumento antipolítico de intelectuales y taxistas, o sea, del pueblo todo entero, no es tanto la corrupción como la cínica desfachatez de atacar a un oponente por los mismos delitos que los recaudadores del propio partido han cometido a mansalva.

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