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Estampas castizas

Castizo viene de casta, señala el diccionario de uso del español de doña María Moliner; castizo es sinónimo de puro, genuino, propio. Desde ese punto de vista no hay nada menos castizo que el casticismo madrileño, un híbrido malcriado a los pechos de la zarzuela y del sainete, mecanizado a ritmo de organillo, envuelto en un mantón filipino y cuadriculado en los pasos de una danza geométrica y foránea, el chotis, en la que las parejas danzantes se mueven como autómatas de feria a base de sacudidas espasmódicas, sin relajarse nunca.Las fiestas más castizas de la capital se celebran en agosto, y son todo un test de casticismo para sus celebrantes, que permanecen, más por obligación que devoción, en sus puestos, ajenos a la desbandada general de las vacaciones. En las fiestas de San Cayetano y La Paloma se desborda la madrileñidad sin complejos, libre de miradas ajenas; las imposibles señas de identidad se reivindican bailando en equilibrio sobre un ladrillo, piedra angular de la villa que se enladrilló para hacerse corte. Madrid, ladrillo famoso... Los castizos irreductibles tuercen la boca para hablar con toda la prosopeya de los personajes de Arniches, autor alicantino al que se le debe la invención del madrileño, del casta obligado a ser el eterno gracioso para no dejar mal a su obsoleto arquetipo. Los más encastados tipos populares engrosan la comparsería de la gran zarzuela al aire libre que se representa todos los veranos, en vivo y en directo, en plazuelas y corralas, en el corazón de la urbe, más villa, más pueblo que nunca, pues sus cortesanos más principales se broncean esos días en la cubierta de impecables veleros o aerodinámicos yates que surcan el azul Mediterráneo.

Es entonces cuando el proyecto don Hilarión desempolva su apolillada levita, echa el cierre a su botica y, renqueando, va a buscar la juvenil y alegre compañía de la Casta y la Susana, hijas del pueblo de Madrid y expertas manipuladoras de opiáceos. Los personajes de La verbena de la Paloma y de la mayor parte de las zarzuelas y sainetes de ambiente madrileño no tienen nada de ejemplares, pertenecen más a la picaresca que a la épica y, si exceptuamos al venerable y toxicómano boticario, carecen de instrucción y de cultura aunque no de retórica ni de gramática parda, y su moralidad está fuertemente condicionada por los avatares diarios de la búsqueda de la subsistencia.

Los tipos del improbable folclore madrileño son especies extinguidas; el chulo sólo subsiste en su faceta más degradada y profesional y la modistilla murió arrinconada por las nuevas tecnologías textiles. Los boticarios tampoco son lo que eran; envueltos en sus guerras gremiales, no tienen tiempo para celebrar bacanales en su rebotica, siempre bien aprovisionada de sustancias estupefacientes.

Las fiestas de San Cayetano y La Paloma reavivan las brasas del casticismo arqueológico, exudan limonada y aromatizan la atmósfera nocturna con olores de fritanga, de churro menestral y viscerales gallinejas. Guirnaldas, banderolas, farolillos y mantones de Manila dotan a las entrañables callejuelas de la entraña de Madrid de un halo de nostalgia del pueblo que pudo ser y no fue porque el peso de la capitalidad le fue extirpando siglo a siglo la herencia de su lejano pasado campesino, cuando el santo patrón dejaba que los ángeles hicieran el trabajo duro con el arado mientras rezaba y meditaba a la sombra de una higuera rústica.

Las fiestas de San Cayetano y La Paloma son un espejismo en el desierto de agosto. Durante unos días Madrid huele a verbena de pueblo, la fuga veraniega ha liberado de automóviles calles y plazas y pueden lucir más las procesiones inefablemente pueblerinas. La Virgen de la Paloma es la patrona extraoficial de un pueblo que nunca acabó de aceptar el patrocinio ortodoxo de la Almudena que preside las ceremonias oficiales. Humilde y castiza, la Paloma aprovecha para pasearse en loor de multitud por la ausencia de su competidora, a la que, por su condición de patrona titular, le tocan las vacaciones en agosto.

Cuando se cierra el paréntesis estival y los veraneantes vuelven donde solían, la ciudad recupera su ritmo y su estrépito y los castizos entierran el botijo y olvidan el manubrio; los mantones de Manila vuelven al baúl, las emperatrices de Lavapiés que cantase Agustín Lara desaparecen como cenicientas al tañido de las doce, y los chulapos postineros se reintegran a sus obligaciones laborales aparcando su chulería para los siguientes nueve meses, hasta que el señor san Isidro vuelva a aparecer en el horizonte al frente de su tahúrico rebaño cuya hecatombe, también llamada feria, se ha convertido en el sacrificio ritual y propiciatorio que marca el arranque de la temporada festiva, cuando la climatología favorece de nuevo las kermeses en Las Vistillas y las verbenas a orillas del sagrado y mínimo Manzanares.

Las fiestas de San Cayetano y La Paloma son los últimos atisbos de un casticismo jurásico y de un folclore mestizo y valetudinario como don Hilarión y sus comparsas.

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