El tenis
Los domingos, a las nueve y media, jugamos dobles en la finca de Paco. Sólo se juega allí los domingos porque el encuentro es acaso más que un partido de tenis. Cuando en las parroquias de Santa Pola el sacerdote exuda a esas horas bajo los ornamentos sagrados, en la pista, tapizada de césped y cubierta con una polvareda de salitre, los participantes abrazamos nuestra propiá fe. Mientras permanezcamos allí, sobre esa plataforma verde y plateada, seguiremos siendo inmunes. Lucas, que trabaja al frente de la secretaría municipal; Jaume, que va a cumplir las bodas de oro con la prensa local, y Paco, fabricante de calzado y presidente de la coral ilicitana, no hablan nunca de enfermedades. El partido empieza y con él se abre un aureola de salud. Cada vez que se cambia de campo, Paco, que es tenor, entona una romanza de zarzuela y hay juegos en que es necesario insultarle para que no cante, más y saque.A cualquiera le importa ganar, pero lo decisivo de esas mañanas es la seguridad de sobrevivir. Si he logrado el privilegio de ser aceptado en el grupo es porque, habiendo cumplido de sobra los 50, deben de haber convenido que entiendo de qué trata la reunión. Antes de pisar esa pista, donde la memoria de la juventud planea, hay que haber perdido toda la juventud, Lucas y Jaume tienen algo más de 60 años, pero Paco, en cambio, acaba de cumplir los 70 y su juego ha crecido en directa relación con la edad. Mi meta es ahora acercarme a su nivel y gracias a los muchos veranos por venir. No sólo yo pienso de este modo. Nadie dentro de esa cancha, donde Paco canta Luisa Fernanda, Lucas presume de valenciano y Jaume nos tiene al día sobre los pormenores de la actualidad, podemos morir desprevenidos. No tiene sentido. Por momentos, esos domingos convierten la pista en una seleccionada porción del paraíso, a una incalculable distancia de la mortalidad.
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