El tren de la sierra
La familia completa, cargada con todos sus bártulos, emergía en el hangar de la estación del Norte. Una vez depositados bártulos y deudos a bordo del compartimento del tren de cercanías, el padre de familia bajaba al andén para despedirse de los suyos a través de la ventanilla. Los niños trepaban por los robustos y espartanos bancos de madera que martirizaban las espaldas adultas. La locomotora silbaba y bufaba ascendiendo las primeras pendientes de la sierra de Guadarrama. Entreverados con las familias veraneantes, fácilmente reconocibles en sus, severos uniformes, guardias civiles cetrinos con olor a cuero, y tabaco de picadura y sacerdotes de tez pálida con aromas de incienso y vino de misa, celosos vigilantes de cuerpos y almas que recordaban a los exultantes viajeros a punto de sus vacaciones que la ley y el orden no daban treguas, ni concedían bulas ni permisos especiales por irse de veraneo. Para las insumisas tribus infantiles, los legítimos héroes del tren eran el "señor de los billetes" y el "señor de las rifas". El revisor, con su misteriosa máquina taladradora, era para los niños la autoridad suprema, a bordo del con voy, no había más que ver cómo todos los pasajeros, salvo los guardias, se ponían nerviosos y buscaban afanosamente en sus bolsos o en sus bolsillos los billetes cuando él se plantaba ante ellos con su engañosa sonrisa y su tono educado. El revisor, que reforzaba la autoridad. de su gorra de plato con un bigote recortado, agujereaba luego los cartoncillos sin que sus propietarios exhalaran una queja. La facultad más temida del funcionario de la Renfe era su extraordinario ojo clínico, que le permitía averiguar la edad verdadera de un niño crecidito que viajaba pagando medio billete con sólo mirarle los ojos a su madre. El señorío del "señor de las rifas" era de otro orden. Antes de repartir los naipes - del destino grabados en finas tiras de papel, el "señor" repartía gratuitamente caramelos entre los niños, mínimas bolitas azucaradas que algunas mamás escrupulosas no permitían consumir a sus mimados vástagos a riesgo de afrontar una perra de campeonato. El mayor privilegio era ser elegido como "mano inocente" para cortar la baraja mugrienta y descubrir la carta de la suerte. El acólito, también elegido al azar, era premiado por su colaboración en el rito con algún que otro caramelo suplementario, antes de, que el "señor" desapareciera del vagón para continuar su milagroso periplo por el tren.
Empezaba un largo verano, tres meses completos de libertad provisional. y menos, vigilada que de costumbre para los niños paliduchos de la ciudad. Por alguna extraña razón, pensaban las madres que las calles de la urbe eran más peligrosas para la integridad de sus hijos que los senderos campesinos, más sanos los usos, y las compañías, difíciles y quebradizas alianzas con los niños del pueblo que se firmaban tras superar atávicas desconfianzas mutuas. Entre las. sanas costumbres que aprendían los infantes urbanos de sus rústicos anfitriones, destacaban: apedrear gatos y perros, matar pájaros con tirachinas, desdentar lagartos haciéndoles morder un pañuelo y luego tirando de él, cortar, rabos de lagartijas, espantar vacas y gallinas o competir en valentía saltando las tapias para acercarse a las reses bravas de las ganaderías serranas.
Todos los veranos se sacaban por lo menos un par de toros que, tras sembrar un moderado pánico por los alrededores del pueblo, solían ser abatidos por la Guardia Civil, frustrando las expectativas de Ios cazadores locales." Los toros y los incendios forestales formaban parte esencial de aquellos veraneos.
Tras despedir a sus esposas, hijos y suegras en el andén a primeros de julio, se suponía que los pater familiae volvían cabizbajos a sus desolados domicilios para seguir afrontando duras jornadas laborales en el comercio, el taller o la oficina hasta el primero de agosto, cuando colgaban el cartel de cerrado por vacaciones, pero en realidad los "afligidos" cabezas de familia se iban a la tasca a celebrar con sus amigotes su recién adquirida libertad. Según un dicho que se estaba haciendo popular, Madrid en verano, con dinero y sin mujer, era como Baden-Baden, un balneario alemán que debía ser un sitio bastante aburrido, como no tardarían mucho en descubrir los felices rodríguez.
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