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Tribuna:
Tribuna
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Cava Baja

Las maquinonas siguen ahí, pero el estío me pilla cansado de despotricar, de modo que quisiera abrir un corto periodo de tregua unilateral y escribir, hasta que decida cerrarlo, dulces crónicas costumbristas, cosillas líricas de andar por casa. A ver si me salen y nos relajamos todos.Cuando a uno le entran estos anhelos pacifistas, el pobre Madrid viejo resulta socorridísimo, y en él la Cava Baja es la niña de mis ojos: siempre que me preguntan mis tías desde el más allá, qué quiero ser de mayor, respondo que lehendakari de la Cava. Esta madrileñísima calle fue al principio una mina, léase una profunda trinchera, o angosta vaguada, que desembocaba en la Puerta de Moros. Cada vez que recuperaban Madrid los reyes guerreros y cristianos, llamáranse Ramiro II o Alfonso VI, los moros se escabullían por ella. Cuando regresaban, triunfantes, tocábales a los cristianos salir de naja. Una de las veces tomó Madrid un caudillo, pero que muy caudillo llamado Alit, y en las huestes flácidas de los fugitivos militaba un pobre labrador llamado Isidro, nuestro san Isidro de las entretelas. Al consolidarse definitivamente el dominio cristiano, la Cava se convirtió en refugio de bandidos y malhechores, una auténtica corte de los milagros. Luego, pacificada, en vía de penetración del campesinado -toledano sobre todo- que a ella acudía en busca de aperos de labranza, arreos para sus mulas, cubas, cedazos y vituallas. Este carácter pervivíria durante el siglo pasado y hasta fechas cercanas del actual.

Olía por los patios de vecindad a cocido madrileño; no podía faltar la albahaca en los alféizares de las buhardillas, junto al canario o el jilguero cantarín, y todo estaba poblado por personajes inefables como Cayetano Villanueva, el cubero; Atanasio, el persianero, que alcanzaría una considerable longevidad; Manuel López, el cedacero; Primitivo Peinado, zapatero remendón y primo nada menos que de Luis Miguel Dominguín; Luis Casillas, el tripero, y Cándido Fernández, el dueño de la tienda de semillas y bulbos que entonces lucía un gran bigote a lo Birmarck. Y por la calle desfilaba incansable, arriba, abajo, un buen señor llamado Buenaventura Puente, con gorrilla y guardapolvos, que siempre tocaba el pito como prefacio a su breve y monótono pregón: "¡Hay lotería, hay lotería!".

Cuánta vida, cuánta muerte, y qué poquito va quedando de todo esto.

Doña Petra González era la reina de la Cava. En ella nació y creció, sin apenas asomar la nariz fuera de sus confines. Este siglo que ahora se nos extingue acababa también de nacer. Al principio, su madre encendía fogatas sobre la acera -a la puerta de lo que luego llegaría a ser el famoso Mesón del Segoviano, que a la sazón no estaba dotado de fogones- y allí mismo elaboraba cocidos sencillitos y cocidos fastuosos: los primeros, a diez céntimos, para los proletas, y los segundos, a peseta, para los pudientes. Por la calle transitaban acémilas de carga, blasfemantes carreteros y el inevitable ordinario de Illescas, que admitía carga y pasaje en su carretón tirado por mulas cohabitó hasta tiempos recientes con el motor de explosión. El Segoviano se hizo famoso. Sacaban carroza propia y desfilaban en los carnavales por los altos del hipódromo, copando premios. La niña Petra, siempre rolliza y sonrosada, arrojaba caramelos a sus pequeños coetáneos, mientras su padre repartía bocadillos de chorizo entre los espectadores de tribuna. Y cosechaban buenos réditos: del Rey (don Alfonso XIII) abajo, cual sucede hoy con Lucio, toda la crema, incluida la intelectualidad, frecuentaba el mesón, que alcanzaría su apogeo en el homenaje convocado por los tres Ramones (Gómez de la Serna, Pérez de Ayala y don Ramón María del Valle-Inclán) para honrar a un literato, a la sazón famoso y que no ha pasado a la historia, de nombre Grandmontagne.

Doña Petra-moza, con el riñón bien cubierto, comenzó a ser rondada por los galanes del barrio. Uno de ellos era un tenientillo de húsares "¡guapísimo!", según recordaba ella con gracejo tras muchos años de viudedad, que la enamoró. Acaeció el flechazo nada menos que el día de la Virgen de la Paloma; él patrullaba su calle de civil, con un sombrero de paja, y estaba pues eso, "¡guapísimo!".

La Cava Baja, qué bonita era.

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