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Reportaje:VA DE RETRO

El pilón de Arturo Soria

La piscina Stella, una de las mas antiguas de Madrid, cumple medio siglo de Lineal chapuzones en Ciudad Lineal

¿Una piscina? Atónito, Manuel Pérez-Vizcaíno se mesaba los cabellos al escuchar la decisión inapelable de su hijo Manuel de reconvertir el vivero de la finca familiar en un negocio extravagante y arriesgado para aquel 1947. Para el padre, el proyecto no dejaba de ser una locura de juventud, pero el tiempo dio la razón a su retoño. El pasado 8 de junio, la Stella, celebró el 50º aniversario de su inauguración y se ha convertido en una de las piscinas más antiguas de Madrid. A Manuel Pérez-Vizcaíno y Pérez-Stella -de ahí el nombre del recinto- la iluminación se la dio el vecindario que, en las tardes del verano, desfilaba por la casa familiar de Arturo Soria para sofocar los calores en el pilón que daba riego a los viveros. "Éste era un barrio tranquilo de casitas bajas, donde todo el, mundo se conocía y familias enteras venían a bañarsé aquí", asegura el hijo del fundador, el tercer Manuel Pérez-Vizcaíno de esta historia, que hoy está al frente del negocio y todavía no había nacido cuando a su progenitor se le ocurrió la brillante y lucrativa idea.Empeñado con los bancos y por si las moscas su padre tenía razón, el joven Manuel concibió la futura piscina como un conjunto de ocio -con boleras, frontones, gimnasio y un restaurante reconvertido en sala de fiestas los fines de semana-donde la pileta de baños era la reina. Parte de la inmensa finca familiar se convirtió así en un recinto recoleto y selecto donde botones con uniforme y gorra atendían solícitos cualquier deseo de los bañistas. "Bastaba con levantar la mano y el botones llevaba desde el paquete de tabaco hasta la cocacola", asegura su hijo.

La Stella nació con una vocación elitista, marcada quizá por esos "reparos que la gente tenía hacia las piscinas, en su mayoría por no saber nadar", explica el actual propietario. Por eso, en las aguas azules de Arturo Soria al principio sólo se daban chapuzones los americanos de la base de Torrejón, algunos famosos de la época y las gentes acomodadas, más acostumbradas a esa manía mundana de aligerarse de ropa y emular a los peces. "Por aquí ha pasado desde Machín, Cugat y los actores que venían a Madrid y querían darse un baño hasta Joaquín Blume, gran amigo de mi padre, que se entrenaba en las anillas de ahí detrás", recuerda Manuel. Pero la atracción principal era Hércules Cortés, el campeón de lucha libre, que se convirtió en el antecedente directo de lo que luego serían los Pepito Piscinas. El potente luchador -"siempre que venía rompía uña silla, hasta que le pusimos una de metal"-, alardeando de músculos, "sentaba a dos señoritas, una en cada mano, y las levantaba en vilo". El aplauso de la concurrencia estaba garantizado.

Las proezas de Cortés fueron sustituidas con el tiempo por las piruetas de los saltadores de trampolín, un instrumento que, según Manuel, "ayudaba mucho al ligoteo. Venía un tipo, se subía, daba dos vueltas en el aire y enseguida atraía toda la atencíón de las señoritas

Prohibido el trampolín por razones de seguridad, los ligones de hoy se camuflan tras un aire de altanería. "Se les. distingue rápidamente. Vienen morenos de Benidorm, se calan las gafas de sol y, cruzando los brazos, miran continuamente de un lado para otro con cierta distancia".

Mientras se queja del daño que le han hecho los precios de la competencia municipal, reconoce que han sido las tarifas las que han permitido a la Stella mantener ese aire de distinción del que se precia. "Las 850 pesetas que cuesta, frente a las 450 de las municipales, han eliminado los alborotos de los chavales", dice.

Y es que en la Stella nunca se respiró un aire familiar. "El ambiente siempre ha sido selecto, ha venido mucha gente guapa", reconoce. Ese cierto clasismo que rezuman sus palabras nació con la piscina. Aquí hay vestuarios de tres tipos: cabinas de primera, iguales a las de cualquier otra instalación; preferentes, que el usuario alquila para todo el día, y finalmente las especiales, dotadas de servicio, ducha y hasta bidé. De igual modo que hace cincuenta años se celebraban bailes "para ricos y para pobres", en palabras del mismo Manuel. "Los jueves", cuenta, "era el día de la servidumbre. Entonces venían las señoritas [sirvientas] con el bolsito en la mano y se sentaban con una limonada para toda la tarde esperando que algún caballero las invitara a bailar.

Cuando lo conseguían, se permitían el lujo de decirles que no. Si luego recapacitaban y cuajaba algún noviazgo, no lo sabe a ciencia cierta, aunque cree que de la piscina han salido algunos matrimonios. Los sábados, por el contrario, el aire tenía otro perfume, el de las señoras que, tras el baño, se enfundaban sus mejores galas para asistir al baile que se celebraba en la terraza del restaurante. "El ambiente era mucho más distinguido, el servicio más esmerado y la orquesta mejor", afirma.

Aquí, donde "siempre hubo ligoteo", al principio era difícil ligar bronce. La pacata moralidad del franquismo obligaba a los bañistas a llevar albornoz hasta que se sumergían en el agua. Hoy los tiempos han cambiado, y mientras las mujeres alternan top-less y tanga, los varones deben mostrar mayor recato. Tienen prohibido el tanga por una cuestión estética: "Los hombres tenemos el culo mucho más feo que las mujeres".

La tranquilidad de los jardines donde toman el sol unos cuantos bañistas se rompe con el ruidoso tráfico de la M-30, la vía rápida que cercenó más de 6.000 metros cuadrados al recinto y se llevó unas cuantas instalaciones como la bolera.

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