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Tribuna
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Madrid a pie

A falta de prados, dehesas o bosques, la práctica diaria del senderismo urbano constituye una buena alternativa para ejercitar el cuerpo y la mente. La primera media hora de marcha, acaso más, no suele ser grata. Puede que haga demasiado frío, o demasiado calor; o puede que las articulaciones no estén por la labor, que rima. Lo más seguro en esta primera fase del paseo es que caminemos torpemente, que no nos gustemos, que las lunas de los escaparates nos devuelvan una imagen grotesca de nosotros mismos, que nos dominen irresistibles ansias de regresar "a casita, que llueve". Al cabo de una hora, todo será diferente: culminado el rodaje de sus piezas y alcanzada ya la velocidad de crucero, el caminante se convierte en hombre-máquina o máquina-hombre. El equipo físico comienza a funcionar a tope, y el cerebro, liberado de autoanálisis y pusilanimidades, observa, aprehende, rumia, digiere, asume o rechaza, goza o sufre con lo contemplado -léase el mundo alrededor-, lo archiva en su mente, extrae sus conclusiones provisionales, las va catalogando y decantando antes de elevarlas a definitivas, como una especie de Deep Blue con piernas.Al cabo de dos horas, el caminante adquiere o cree haber adquirido la ingravidez; adquiere o cree haber adqui rido una escafandra mágica que le hace invisible para, los demás. Es la cúspide, la realización de un viejo sueño -ver sin ser visto- de la humanidad, y resulta plausible porque, de hecho, la mayoría de la gente se percata dé que el artefacto andante-pensante va a lo suyo. Por desgracia, no todo el mundo posee tan exquisita percepción de las mora das interiores del prójimo: hace un par de días, caminando por Bravo Murillo, acababa yo de alcanzar la velocidad de crucero, de poner el piloto automático e instalarme en mi personalidad de Peeping Tom, sintiéndome ya indetectable, cuando hete aquí que cierto objeto no identificado interfirió mi marcha. Tuve que forzar un aterrizaje de emergencia, miré, ya desde fuera de la escafandra, y descubrí una mortal-que desde luego no era Lady Godiva, ni iba en cueros, ni cabalgaba. sobre un majestuoso caballo blanco- aferrada cual lapa a mi brazo izquierdo, y muy interesada, al parecer, en comunicarme algo trascendental. Sonreíle, ya, con mis papos exteriores, y ella me espetó: "Perdone, ¿no es usted sociólogo, filósofo o algo así". Esta última alternativa me alivió mucho y respondile en el acto que, sí, señora, era "algo así". Ella, satisfecha de su perspicacia, me soltó y se despidió sin más con un "¡Pues hala, hijo, a seguir siempre igual". Yo le prometí intentarlo, aunque el hombre propone y Dios dispone.

Luego seguí mi camino, aplicándome desesperadamente a la recuperación del statu quo, y es que se va tan a gustito (Ortega- Cano) dentro de la escafandra... Tardé un ratillo en conseguirlo, y menos mal que tenía aprobado con nota el rodaje anterior y enseguida sentí que volvía a la velocidad de crucero y el anonimato, y, si no, Juzguen ustedes mismos: la interceptación había tenido lugar frente al mercado de Maravillas, y ya en Santa Engracia, esquina a Ríos Rosas, volví a mi previa condición de objeto articulado a la par que pensante. Funcionaba el automatismo: deglutí las obras que se están llevando a cabo en dicha confluencia, así como el ominoso hecho de que las acacias de Santa Engracia hayan sido protegidas con tablones -anuncio sin duda de males mayores para la zona- archivé la información en el file de las famosas conclusiones provisionales, poniéndolas a madurar y, ya francamente jacarandoso, proseguí mi camino.

Ahora, sentado -no en el muelle de la bahía, ¡ojalál, sino en mi modesto despacho-, les cuento que yo iba con muy buena voluntad hacia Alonso Martínez porque mi amigo Ramón (esta vez no se trata de un nombre supuesto), entusiasta admirador del señor Álvarez del Manzano, me había echado el día anterior una- bronca por "meterme con él", añadiendo: "¿Por qué no hablas de las plazas que está haciendo?". ¡Hombre!, paso cincuenta veces por allí, pero quería ver la novena maravilla con ojos de Ramón y cantar luego la consabida alabanza. Y verla, la vi, pero ya no me queda sitio para describirla, de modo que aplazaremos la apología, prometiendo solamente que la haré.

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