Destrucción
En plena guerra civil, cuando el Guernica de Picasso ya se había convertido en el símbolo de la democracia asesinada por el fascismo, en el café Flore de París se reunían Buñuel, Tristán Tzara, Bergamín, Aragón, Eluard y el propio Picasso. En esa tertulia se decían cosas muy disparatadas, pero ninguno de aquellos surrealistas tuvo la audacia de imaginar que un día ese famoso cuadro regresaría a España bajo el reinado de otro Borbón, con un presidente del Gobierno llamado Calvo Sotelo, con un clérigo, el cura Sopeña, de director del Prado, con Dolores Ibárruri sentada de nuevo en un escaño del Congreso de los Diputados y siendo su traslado protegido con un gran despliegue de la Guardia Civil. Lastrada desde el principio con una sobrecarga de literatura, esta obra parece estar buscando siempre el último grado de su significación mágica: después de haber sido destruida la Gernika real, el cuadro lleva dentro el maleficio de su propia destrucción. Picasso era muy rácano. Realizó este trabajo con pésimos materiales, de modo que el bombardeo de Gernika continúa ahora en el lienzo que se cae a pedazos por su propia ruina interior y por la pulsión oficial de pasearlo de un lado para otro. Sin duda, a unos políticos esta zarabanda del cuadro les sirve para cubrir la mala conciencia y a otros, tal vez, les alienta el inconfesable deseo de que este símbolo que recuerda el crimen de sus padres se desintegre de una vez con tanto viaje. Sólo así se explica el intento político de saltarse el informe de los técnicos. Cuando vi el Guernica de Picasso por primera vez en el MOMA de Nueva York enseguida supe que aquel cuadro era falso, puesto que el auténtico era el mío: aquella pequeña cartulina que teníamos clavada con cuatro chinchetas en el salón. Pero éste no es el caso. Pese a que se trata de una obra plásticamente mediocre y su calidad como cartel es también discutible, su carga mágica, literaria y política es sobrecogedora, ya que su destino consiste en imitar al modelo hasta el extremo de su propia destrucción.
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