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Entrevista:

"Volverán a llamar a la puerta para que nuestros hijos vayan a la guerra"

Enric González

Federico Mayor Zaragoza (Barcelona, 1934) ha cruzado ya el ecuador de su segundo mandato de seis años como director general de la Unesco, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura. El objetivo de este hombre de reconocido prestigio científico, ex catedrático de Bioquímica y ex ministro de Educación en la última fase de UCD, podría resumirse en una sola palabra: paz. "El monumento más maravilloso, la obra de arte más trascendental, vale menos que una vida humana", repite una y otra vez.Desde 1987, cuando se sentó por primera vez a la mesa de su despacho, en la última planta del inmenso edificio parisino que alberga a la Unesco, ha mantenido una actividad incesante. Viaja de un lado a otro y acapara un conocimiento amplísimo y diverso sobre los problemas del mundo. Puede hablar en inglés con un bosnio sobre la destruida biblioteca de Sarajevo, en francés con un argelino sobre el fundamentalismo islámico, y en catalán con un barcelonés sobre las bondades del régimen autonómico, y su interlocutor siempre tendrá la impresión de que Mayor habla en ese momento del tema que más le interesa. A sus 63 años, es un hombre de amaneceres rozagantes. Se mantiene en plena forma, y a las ocho de la mañana, hora en que se desarrolla esta entrevista, exhibe una energía casi insultante. Es difícil intercalar preguntas en su discurso torrencial, teñido hoy de advertencias. Si la humanidad no altera el rumbo, dice, la guerra imperará. Incluso aquí, en el privilegiado Norte. "Un día volverán a llamar a la puerta para decirnos que nuestros hijos tienen que ir a la guerra", profetiza.Pregunta. El año que viene se cumplirá el cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en la que se proclama la "alta aspiración" de liberar al ser humano "del terror y de la miseria". Basta mirar hacia Afganistán, Ruanda o los dos Congos para constatar el fracaso. ¿Quién es responsable?

Respuesta. Esas guerras son un fracaso de los países ricos, que no han cumplido sus promesas. Debían destinar un 0,7% de su producto interior bruto a ayudar al desarrollo de los países pobres. Pero cada vez se alejan más de ese objetivo. En 1995 destinaron como promedio el 0,24, y en 1996, el 0,20. Las consecuencias de la insolidaridad se disfrazan ahora de causas: ¿cómo vamos a invertir, dicen, con tal falta de estabilidad? Pues esa inestabilidad, señores, se debe a que ustedes no ayudaron en su momento. Y ahora los ricos acusan de: corruptos a los países pobres. Pero lo peor no son los corruptos, sino los corruptores. Hemos estado imponiendo unos modelos de desarrollo que constituían en realidad un negocio para los prestatarios. Obtenemos como resultado unos países endeudados, sin desarrollo y sin medios humanos para orientarse por sí rnismos. Vivimos inmersos en una, cultura de guerra.

P. ¿En qué consiste la. cultura de guerra?

R. Pensamos en alianzas de orden bélico, nunca destinadas a la paz. Pensamos en términos de competencia, enfrentamiento y exclusión. Fíjese en los problemas de medio ambiente: cinco años después de la cumbre de Río no se ha hecho nada. Nos comportamos con una irresponsabilidad total respecto a nuestros descendientes, No se hace nada por conseguir una educación para todos y espaciada a lo largo de toda la vida, cuando eso es lo único que permitiría reducir, fuera cual fuera el contexto religioso u ideológico, el incremento de población [unas 250.000 personas nacen cada día en el mundo]. No se invierte en vivienda, cosa que evitaría la frustración y la violencia que se engendran aquí mismo, en algunos barrios de nuestras ciudades.

P. Permítame el comentario de que si esto lo dijera desde una tribuna política se le consideraría de extrema izquierda revolucionaria.

R. Yo no soy un político, soy el director general de la Unesco. Una alianza para la paz puede parecer una utopía. Pero los utópicos somos hoy los más realistas, porque somos los que vemos un poco más allá, los que intentamos salir de la obsesión por el día a día. Unos cuantos privilegiados intentan evitar que se les vaya de las manos lo que tienen. El 18% de la humanidad posee el 80% de la riqueza y eso no puede ser. Esta situación desembocará en grandes conflagraciones y en emigraciones masivas, y en ocupación de espacios por la fuerza.

P. Pero ¿cómo compaginar el orden capitalista y el altruismo?

R. No hablamos de altruismo. Gracias a la informática podemos proyectar todos los escenarios posibles, y calcular incluso el coste de aplazar un año la toma de las decisiones necesarias. La Unesco lo ha hecho. Se puede medir lo que nos costará dentro de unos años, en cosas como garantizar nuestra seguridad, el no invertir ahora en la educación para todos. Pero no hacemos caso a nada. Seguimos inmersos en una dinámica de comprar y vender, en una globalización que es exclusivamente económica. El mundo es escenario de un flujo financiero diario de más de un trillón de dólares, que por su escala y naturaleza escapa a todo control, con unas compañías multinacionales en posición dominante, y unos poderes fácticos que son los medios de comunicación. Y frente a esto están los países, que disponen a lo sumo de alianzas regionales e intentan controlar los problemas transnacionales con estructuras nacionales. Esto es lo que está sucediendo.

P. ¿Cómo encauzar la globalización económica?

R. Tendríamos que ser conscientes de que el mundo es uno o ninguno. Si en tal parte del planeta no hay problemas de medio ambiente, a 10.000 kilómetros sí los hay y un día llegarán a las zonas privilegiadas. Aquí, dirán algunos, tenemos paz social: no se preocupen, a 5.000 kilómetros se están generando corrientes migratorias y un día las tendrán ustedes a sus puertas. A todos los dirigentes mundiales habría que ponerles delante, de forma permanente, la fotografía de su nieto o de su bisnieto. Que lo miraran, a los ojos, a él, que quizá aún no habría nacido, y le dijeran si han cumplido la promesa fundacional de las Naciones Unidas: "Nosotros, los pueblos, hemos resuelto evitar a las generaciones futuras el horror de la guerra".

P. ¿No fue una promesa demasiado ambiciosa?

R. Esa gente era lúcida. Por eso impulsaron el Plan Marshall para la reconstrucción de Europa. Por eso redactaron la Declaración de los Derechos Humanos. Por eso crearon la ONU y la Unesco. Lo que hay que evitar para siempre es la guerra. La guerra es perversa, es genocidio, es violación de todos los derechos humanos. Que eso no vuelva nunca más. Aquella gente estaba con una tensión humana fantástica. Y sólo la tensión, la pasión, la compasión, son creativas y permiten imaginar y ser generoso.

P. ¿Qué haría falta para recuperar esa tensión humana?

R. Los europeos hemos asistido a la guerra en Bosnia, en la que se ha registrado un genocidio gravísimo, sin extraer ninguna consecuencia ni ningún impulso generoso. Hace falta tener consciencia del mañana, en lugar de esta especie de obsesión por el presente, de los objetivos a corto plazo y estrictamente económicos. Nunca el dinero ha unido, no hay ningún caso en la historia en que los intereses económicos hayan conducido a la unidad. ¿Los fenicios unían? No, unían los helenos, porque tenían un ideal. El helenismo ha quedado, y los intereses de los fenicios murieron con, ellos.

Tenemos que ser conscientes de esto:Europa sólo se movilizará por ideales. El dinero no apasiona. Europa hoy es el ejemplo perfecto de la instalación y la docilidad. Se han terminado la pasión, la rebeldía, la protesta frente a situaciones que son moralmente gravísimas. Y eso acabaremos pagándolo. Un día volverán a llamar a la puerta para decirnos que nuestros hijos tienen que ir a la guerra. Y siempre son los mismos, los humildes, los que pagan con su vida.Tenemos que pasar de una alianza para la guerra a una alianza para la paz. Yo confío en instituciones como las autonomías y los municipios. La diversidad es nuestra riqueza, y son las instituciones locales las que pueden impulsar, desde abajo, un movimiento de fraternización internacional. La diversidad no debe darnos miedo, al contrario. En la medida, claro está, en que nos unan unos intereses comunes, unos principios universales que existen: la justicia, la libertad, la igualdad y la solidaridad. Sólo el impulso desde abajo puede cambiar la dinámica actual y llevarnos a una mecánica de paz.

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