¿Qué nos dice Francia?
Me ha tocado presenciar tres momentos excepcionales de la vida contemporánea de Francia. En 1968, el movimiento estudiantil del mes de mayo. En 1981, la toma de posesión del presidente socialista, François Mitterrand. Y ahora, en este 1997, la victoria electoral de Lionel Jospin y, nuevamente, del Partido Socialista.El mayo parisino de 1968 conmovió al mundo entero. Anunció el año de las rebeldías juveniles, de las calles de Tokyo al campus universitario de Berkeley a la ensangrentada plaza de las Tres Culturas en México.
Políticamente, el mayo del 68 fracasó cuando el Partido Comunista le vedó a la clase obrera participar en el movimiento estudiantil y cuando el presidente De Gaulle desplegó a plenitud su genio para la táctica y la estrategia políticas.
En todo caso, la "revolución de mayo" sólo cobró, accidentalmente, una vida. Tlatelolco no ha acabado de contar sus muertos. La diferencia entre un De Gaulle y un Díaz Ordaz.
Pero el legado de los jóvenes parisinos fue inmenso. No detuvo la ola consumista, tecnológica y neoliberal en casi todo el mundo, pero advirtió proféticamente sobre sus peligros, que son separar la política económica de los fines sociales de la política.
Si mayo del 68 representa el extremo idealista del socialismo francés, la larga presidencia -catorce años- de François Mitterrand representa su extremo pragmático.
El arranque izquierdista de Mitterrand pronto fue frenado por realidades políticas y económicas. Francia tuvo que vivir con la presidencia reaccionaria e intervencionista de Ronald Reagan en los EE UU y con el éxito incontrastable de la economía de mercado alemana, locomotora de la integración europea.
Dentro de un clima desfavorable, sin embargo, el presidente Mitterrand opuso a Reagan la defensa de la paz y la diplomacia contra el uso de la fuerza militar norteamericana en Centroamérica. La declaración conjunta de los cancilleres mexicano, Jorge Castañeda, y francés, Claude Cheysson, sobre El Salvador en 1981 y el apoyo de Mitterrand a Contadora son prueba de una voluntad de ejercer la razón frente a los inevitables cambios sociales y políticos en América Latina.
En cambio, si Mitterrand hizo concesiones ideológicas internas, también demostró dos cosas. Primero, que la socialdemocracia en el poder, sin sacrificar la economía de mercado, puede y sabe defender y extender las conquistas sociales en las que descansa la prosperidad europea. Y segundo, que un Gobierno socialista puede hacer reformas de mercado que la propia derecha no se atreve a cumplir. Fue Mitterrand quien puso fin a anacrónicas reglas económicas que la derecha anterior a él no se atrevió a tocar: eliminó el control de cambios, el artificial reglamento de precios y la inflación recurrente. Lo hizo, además, como leal socio de la integración europea; como tradicional imperialista francés (su política de venta de armas a tiranuelos surtidos de África y el Medio Oriente) y dándole atole con el dedo a Ronald Reagan.Mayo del 68 fue el extremo idealista del socialismo francés. La presidencia de Mitterrand, su extremo pragmático. ¿Representa la victoria electoral de Lionel Jospin el equilibrio deseable entre el ideal y la práctica?
El nuevo primer ministro llega al poder en una Europa mayoritariamente situada en el centro-izquierda. Once Gobiernos europeos pertenecen a la socialdemocracia. Sólo dos -el de Kohl en Alemania y el de Aznar en España- son de derecha y ambos pasan por momentos críticos. Kohl, porque se atrevió a jugar con las finanzas públicas a fin de disfrazar la aptitud de la República Federal para acceder a la moneda común europea con un déficit de no más del 3%. Aznar, porque se empeña en echar atrás el clima de normalización y civilidad de la vida política posfranquista, obra en primer término del rey Juan Carlos y en seguida de los presidentes Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo y Felipe González, en aras de extrañas vendettas contra políticos y medios de comunicación que le son antipáticos.
Pero la norma europea es el centro-Izquierda, el socialismo democrático. Lionel Jospin la confirma. La victoria electoral del Partido Socialista y sus aliados en Francia representa, en estos momentos, tres cosas.
Primero, la desconfianza en los excesos de la política neoliberal y la decisión mayoritaria de conjugar las obligaciones económicas con las obligaciones sociales. El electorado francés ha dicho claro y alto que el mercado no es fin en sí mismo, sino medio para satisfacer las necesidades de las mayorías. Sin capital humano no hay capital social y sin capital social no hay capital financiero.
Segundo, la confianza en que es haciendo política, ejerciendo el voto, alternando equipos, como se le da no sólo credibilidad, sino eficacia, a la vida democrática de una nación. El presidente Chirac, queriéndolo o no, ha obtenido este resultado.
Tercero, que por mucho que se hable de globalización, la política es ante todo asunto local. Globalización sin localización es algo más que un fantasma. Es un peligro que pone a las sociedades a la merced de una minoría de empresas transnacionales y de una fugitiva abundancia de inversiones "golondrinas". El mercado es controlable y la globalización no es incontrolable. Incontrolados, se convierten en sinónimo de rapiña.
. Lionel Jospin ha integrado un equipo ministerial de primera. Hay en él una fuerte representación de mujeres y de jóvenes. El Partido Verde tiene una justificada presencia. Y la de dos ministras comunistas no alarma a nadie -aparte de que se trata de dos mujeres bellas e inteligentes, lo cual no está de más. Una mujer, Martine Aubry, es la número dos del Gobierno y su desafío es el mayor de todos: la política de empleo en sociedades avanzadas donde, junto con la tecnología, crece el desempleo..
Dos brillantes mujeres, Elizabeth Guigou y Catherine Trautmann, encabezan los ministerios de Justicia y de Cultura. Y me congratulo de que dos amigos míos, ambos extraordinarias personalidades políticas, estén de regreso en el poder: Hubert Vedrine, el nuevo ministro de Relaciones Exteriores, y Jean-Pierre Chevènement, el socialista rebelde, al frente del Ministerio del Interior.
Ningún Gobierno del mundo, sin embargo, merece más apoyo que el que sus electores estén dispuestos a darle. Esto, para su desgracia, lo ha aprendido tarde el presidente Jacques Chirac, gran perdedor de esta contienda. Pero si Chirac convierte la cohabitación con la izquierda en una política inteligente de cooperación para alcanzar grandes objetivos nacionales, la suya será, para hablar con paradojas, una derrota pírrica.
Buena suerte , en todo caso, a un gran país que se atreve a apostarle al cambio y que ejercita, en las urnas, su libre vocación democrática.
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