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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Cierra la muralla

JULIO ANGUITA, coordinador general de Izquierda Unida, un proyecto nacido para aglutinar a las dispersas fuerzas de la izquierda política y social al margen del PSOE, ha conseguido ya convertirse en el principal opositor a los sindicatos y en un apoyo decisivo del Gobierno de la derecha; además ha logrado enfrentarse abiertamente con sus correligionarios de Cataluña y de Galicia, y también con los del partido de la Nueva Izquierda. Ello le ha valido fuertes críticas, pero sería injusto ignorar que también ha recibido reconocimientos significativos: Aznar le tiene por un hombre cabal, la prensa de la derecha tradicional le comprende y la de la nueva derecha -tan entusiasta- glosa su honestidad intelectual a la vez que le incita a expulsar de su coalición a los submarinos del PSOE.

Tiene razón Anguita al constatar que los tres diputados de Nueva Izquierda que se ausentaron del hemiciclo cuando se votaba la reforma laboral rompieron conscientemente la disciplina "mediante una decisión política". Al parecer, la referencia al carácter político de la rebeldía anuncia que la sanción consistirá en una separación de los disidentes de los órganos directivos de la coalición. Seguro que es algo acorde con los estatutos y con el reciente acuerdo de coherencia interna, pero tales sanciones no pueden dejar de ser vistas como un fracaso: IU nació con la pretensión de ser algo diferente a los viejos partidos regidos por el centralismo burocrático; fue el propio Anguita quien se opuso a la transformación de IU en un partido, prefiriendo estructuras más flexibles. La crisis del viejo Partido Comunista de España de Santiago Carrillo a comienzos de los ochenta se inició por la incapacidad del aparato para integrar tanto la disidencia autonómica en el País Vasco como al sector renovador de Madrid, decididos unos y otros a hacer virar la vieja nave comunista.

Anguita dijo ayer que estaría dispuesto a llegar a un acuerdo con el PSOE si este partido defendiera un programa como el de Jospin en Francia. Pero ésa es precisamente la posición que defienden los dirigentes de Nueva Izquierda (y, con variantes, Ribó en Cataluña y ahora también los gallegos): establecer puentes entre las dos principales formaciones de la izquierda, de forma que los 12 millones de votos que recogen entre ambas conformen una mayoría alternativa. Y, para ello, convencer al sector mayoritario de IU de que deje de considerar a los socialistas su enemigo principal, a la vez que intentar de estos últimos una mayor receptividad a las aspiraciones de los sindicatos y movimientos sociales. Es decir, lo contrario a la teoría de las dos orillas, que ya probó su vaciedad en Andalucía y sigue fracasando por doquier. Pretender borrar ese fracaso con medidas disciplinarias revela no ya miopía, sino ceguera.

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