A toda máquina hacia el siglo XXI
Sin el discurso que George Marshall pronunció el 5 de junio de 1947 en Harvard y sin el propio Plan Marshall, aprobado por el Congreso en Washington el 3 de abril de 1948, la posguerra alemana hubiera discurrido probablemente por cauces muy diferentes. Y también la historia de Europa. Si bien es cierto que la, generosa ayuda por parte de los Estados Unidos obedeció sobre todo a cálculo político, al mismo tiempo también representó una gran acción de solidaridad económica hacia otros pueblos, única hasta ese momento en la historia del mundo.Sin un Plan Marshall, y teniendo en cuenta la miseria a la que se veían sometidos millones de personas, el comunismo hubiera avanzado con facilidad hacia el este de Europa central y también hacia el sur y hacia -el este de Europa. El imperialismo de Stalin habría tenido seguramente juego fácil. Para el éxito político y económico del Plan Marshall fue una verdadera suerte que Stalin rechazara este plan e impidiera que los Estados del este de Europa participaran del mismo. En caso contrario, las aportaciones de los americanos al Plan Marshall se habrían evaporado, y es probable que la victoria de la exitosa economía de mercado sobre la fracasada economía de las cartillas de racionamiento, sí, incluso sobre esa economía centralizada tan natural para los comunistas, no hubiera sido posible.
Pero ¿quién sabe lo que habría ocurrido si...? La realidad es que en el año de 1948 se dieron para nosotros, los alemanes, casi simultáneamente y en las tres zonas occidentales de ocupación, tres factores positivos: el Plan Marshall, la reforma monetaria y el que la economía nacional dejase de estar sometida a regulación. Todo ello en forma de leyes o bien directamente promulgadas por las fuerzas de ocupación o bien redactadas por mandato suyo. La República Federal no se constituyó hasta un año más tarde. La guerra fría se había iniciado ya en 1947.
En su discurso de Zúrich de 1946, Winston Churchill había diagnosticado ya la expansión de la Unión Soviética hacia el Este; también la denominación de telón de acero proviene de Churchill. Es por ello que Churchill había pedido a los franceses, que un año antes todavía habían sido sus aliados de guerra, que se reconciliaran con los alemanes, que un año antes todavía habían constituido el enemigo común, proponiendo a su vez la creación de los "Estados Unidos de Europa" (y dejando, característicamente, Inglaterra al margen, que seguiría apoyándose en la Commonwealth).
La gran mayoría de los alemanes no pudo captar toda la importancia que tenía tanto el discurso de 1946 de Churchill como el discurso de 1947 de Marshall. Sólo el tercer gran discurso, con el que Robert Schuman impulsó en 1950 la creación de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (Plan Schuman), penetró en la consciencia colectiva alemana. El carbón y el acero eran la clave para la reconstrucción de las ciudades europeas, en gran parte destruidas, y de las economías nacionales en su totalidad. El padre espiritual del Plan Schuman, el gran francés Jean Monnet, inició con seis Estados la integración de Europa occidental: Francia, Alemania, Italia, Holanda, Bélgica y Luxemburgo. Sin embargo, desde un primer momento, Monnet apuntaba mucho más lejos. El camino que se había trazado resultaba pragmático en un sentido más bien inglés: un paso tras otro, no todos a la vez. Sin Monnet es difícil que existiera la Unión Europea tal como la conocemos hoy, con 15 Estados miembros. Pero tampoco existiría si no hubiera habido un George Marshall.
Después del final de la guerra, pocos eran los alemanes que pudieran encuadrar con la suficiente amplitud de miras el Plan Marshall (que por entonces se llamaba comúnmente ERP: European Recovery Programme). La mayor parte de nosotros luchaba por alimentos y carbón, pues nos encontrábamos a un paso de morirnos de hambre. Había días en el invierno de 1946-1947 que nos quedábamos en la cama, pues ni teníamos que comer ni combustible para calentamos. Sin embargo, se seguían desmontando los equipos industriales que habían quedado y seguía creciendo el desempleo. El único mercado que había era el mercado negro. Por lo demás, la economía no tenía ni el más mínimo parecido con lo que nosotros, por entonces estudiantes, aprendíamos de nuestros catedráticos de Economía.
Pero he ahí que en junio de 1948 las fuerzas de ocupación occidentales sustituyen el reichsmark, expuesto a una inflación sin remedio, por una nueva moneda llamada deutsche mark. Esta así denominada reforma monetaria resultó ser un éxito inesperado. Junto con la suspensión paulatina de la economía de las cartillas por parte de Ludwig Erhard, la nueva y escasa moneda dio lugar a una situación económica totalmente nueva en la Alemania del Este. Antes de esto, el dinero no había desempeñado realmente un gran papel, excepción hecha del mercado negro, donde se pagaban seis reichsmarks por un cigarrillo Lucky Strike.
En el plazo de dos años desaparecieron los bonos y los comercios ofrecían ahora mercancías con las que hasta entonces sólo se había podido soñar: pan, mantequilla, fruta e incluso café y cigarrillos. A partir de entonces, ya sólo contaría el dinero, el cual, sin embargo, había primero que ganar. La revolución monetaria y económica, y con ella el nuevo Estado de la Alemania del Este, hubiera fracasado desde sus mismos comienzos sin la alimentación en especie con que se inició el Plan Marshall casi al mismo tiempo en que se instauraba la nueva moneda.
Más tarde, en la década de 1950, pasé a ser miembro del Comité Monnet, un círculo privado. Hacía tiempo que yo había llegado al convencimiento de que después de las guerras napoleónicas, después de la guerra que Bismarck llevó contra Francia, después de la primera y de la segunda guerra mundiales, sería más que deseable que nuestro país estuviera integrado en una gran unidad europea e impedir así que se repitiesen conflictos y guerras del pasado. Esto no sería posible sin que Francia tomase parte de forma paralela y autónoma.
Si se vuelve la vista atrás hacia las últimas cinco décadas se podría llegar a la superficial conclusión de que tanto Europa como la URSS se desarrollaron siguiendo un plan estratégico global (incluido el Plan Marshall, la OTAN y la Comunidad Europea) cuya finalidad habría estado en el derrumbe de la Union Soviética, la liberación de la Europa del Este y la reunificación de Alemania. Sin embargo, la verdad histórica es más complicada. La propuesta de George Marshall quizá no hubiera sido llevada jamás a la práctica si Ernest Revin no se hubiera puesto al día siguiente manos a la obra de forma entusiasta. Entre los acontecimientos posteriores se cuentan algunas crisis serias, que encontraron, solución adecuada en aquellos políticos que no actuaban según un esquema fijo y predeterminado, sino guiados por su sentido de la obligación moral y nacional, y desde luego también por su gran sentido común. Fueron muchas las ocasiones en que a los políticos se les exigió un cambio de mentalidad.
También las élites empresariales y financieras tuvieron que cambiar de opiniones y variar las metas. J. M. Keynes y H. D. White habían fundado, bajo la égida de Roosevelt, el sistema Bretton-Woods de tipos de cambio, fijos pero a la vez flexibles y con el dólar como moneda de referencia. Sin embargo, Nixon eliminó un cuarto de siglo más tarde la moneda de referencia, provocando con ello fuertes oscilaciones mundiales en el tipo de cambio. De este modo se pudieron producir en los mercados financieros operaciones especulativas de dimensiones hasta entonces desconocidas. Comenzó a extenderse un neocapitalismo robusto, primero por Estados Unidos, después por Europa. Hoy día, algunos consideran más importante el incremento en el valor de las acciones que la lealtad para con los clientes y la plantilla de la empresa, a veces incluso más importante que la lealtad hacia el propio país: lo contrario de la tarea que Kennedy había planteado cuando urgía a sus compatriotas a que se preguntasen qué podían hacer por su país. Hoy, por el contrario, parece . que muchos ejecutivos se preguntan: ¿qué puedo hacer por mí mismo?
Este nuevo capitalismo depredador, que surge en la década de 1980 en los EE UU y se extiende por casi todas las democracias. industrializadas, no tiene ningún problema con la globalización económica, al contrario. Por contra, la mayoría de los políticos de las democracias industriales se muestran bastante indefensos ante este fenómeno. Son cuatro los factores que, operando juntos, han provocado el denominado fenómeno de la globalización.
En primer lugar, una tremenda aceleración en cuanto al progreso técnico de los medios de transporte, de las telecomunicaciones, la televisión incluida, así como de las formas de financiación, estimulado todo ello de forma determinante por la investigación y el desarrollo militarmente relevante de la segunda mitad de nuestro siglo; en segundo lugar, la liberalización mundial del comercio y la relativa al desplazamiento de dinero y de capitales, que supera cualquier momento anterior de la historia económica; en tercer lugar, la explosión demográfica mundial que tuvo lugar en este siglo XX, y especialmente en la última mitad, con lo cual se multiplicó por cuatro la población de comienzos de siglo; en cuarto lugar, la apertura a partir de la década de los ochenta de casi todos los Estados de la antigua Unión Soviética, pero sobre todo de China y de los Estados del sureste asiático y del sur de Asia, y la participación activa de estos Estados en la economía mundial. Del proceso de intercambio económico mundial participa hoy casi el doble de personas que hace dos décadas, cuando, debido a la explosión de los precios del petróleo proveniente de los países de la OPEP, llamamos a la primera cumbre económica mundial.
Hoy día, muchos bienes de consumo de larga duración, y en creciente medida también bienes de equipo, provienen de países con sueldos bajos, gravámenes sociales bajos y, a causa de ello, también precios más bajos. Desde hace ya un cuarto de siglo, Japón exporta alta tecnología, pero muy pronto vendrá también de China, la India, Indonesia o de otros países asiáticos. En muchos campos de la más moderna tecnología punta, Europa ha cedido el liderazgo, primero a favor de los americanos, pero desde hace algún tiempo también a favor de Japón. Muy pronto, otros competidores asiáticos nos abastecerán de satélites, chips, ordenadores o tecnología genética.
La globalización es el motivo de que hayan desaparecido puestos de trabajo en Europa occidental, los cuales se han trasladado a países de sueldos bajos de la Europa del Este, a América y Asia, provocando en las viejas democracias europeas un desempleo a gran escala. Aquí baja el nivel real de vida, mientras que en los nuevos países industrializados y que están en el umbral de serlo sube. Los políticos europeos han tardado demasiado en darse cuenta de este proceso, y hoy parecen faltos de recursos. Los americanos, por el contrario, hace mucho que cambiaron de dirección, si bien a costa de los pobres y de las personas de salarios más bajos. Esto es algo que los políticos europeos tienen que evitar, pero, salvo algunas excepciones, todavía no han encontrado remedio alguno para ello. Tampoco las cúpulas de los bancos y de las grandes empresas y las federaciones que las engloban ofrecen algún remedio.
En los países no europeos, la industrialización prosigue su camino; a su vez, el permanente crecimiento de la población mundial traerá consigo peligros importantes para el siglo XXI; riadas de refugiados y contaminación de la atmósfera de nuestro planeta y de sus mares serán la consecuencia de lo uno y de lo otro. Son necesarios sacrificios, pero ¿quién se mostrará dispuesto a ello? Existe el peligro de que las potencias mundiales se pon gan de un modo u otro de acuerdo sobre la necesidad de que sean todos los demás los que deban acometer los mayores sacrificios. Esto también puede ser así en el caso del sistema mundial del tipo de cambio, a la hora de controlar los mercados mundiales de capital, respecto al comercio mundial, el tráfico aéreo, la navegación espacial, el desarme y el comercio de armas, y también por lo que se refiere a los conflictos entre civilizaciones. En todos los ámbitos globales del conflicto, las potencias mundiales tendrán en el siglo que viene un poder (además de una gran. dosis de egoísmo) sin duda mayor que, por ejemplo, Holanda o Polonia, Inglaterra, Francia o Alemania, mayor que todos esos Estados pequeños o medianos de la vieja Europa.
Pronto se verá con claridad que no sólo América constituye una potencia militar, política y económica mundial, sino que también China se encuentra en el "sino caso; Rusia seguirá siendo, a pesar de sus permanentes y enormes dificultades de adaptación, una potencia mundial; Japón seguirá siendo una potencia económica mundial a causa de la enorme creación de depósitos monetarios, y la India pronto se añadirá a las potencias mundiales; después, también Indonesia y quizá Brasil.
Tanto la globalización económica como el cartel de potencias mundiales que cabe suponer se va a formar en las próximas décadas nos obliga a nosotros, los europeos,. a continuar con el progreso de integración que comenzamos hace 50 años, ya que como Estados nacionales individuales no podremos defender de forma efectiva nuestros legítimos intereses.
Sólo juntos, sólo como Unión Europea, tendremos peso suficiente. En tiempos de Churchill, Marshall y Monnet, en tiempos de Adenauer y de De Gasperi, las preocupaciones que despertaba Stalin y la integración de Alemania constituían los motivos decisivos para el proceso de unificación. En la década de los sesenta se hicieron visibles las ventajas económicas del "Mercado Común", de ahí que muchos otros Estados hayan ido adhiriéndose a la Comunidad Europea.La necesidad actual de poder resistir a los peligros que nacen de la globalización de la política y la economía constituye un motivo añadido y forzoso. Y aunque algunos políticos de provincias y algunos catedráticos de Economía no acaben de estar de acuerdo con que el siguiente paso necesario sea la moneda común del euro, todos los motivos nombrados, con la única excepción de la motivación antiestalinista, hoy carente ya de sentido, se corresponden con el interés vital y a largo plazo de Alemania, son fruto de un cálculo estratégico que la historia ha enseñado a elaborar, y no resultado de un simple idealismo o de una exaltación europea.
Sin la ayuda de América no se hubiese llegado al elevado nivel de vida que tenemos hoy. Seguiremos, por tanto, agradecidos a América, agradecidos también por' la decisiva protección que ofreció la OTAN hasta 1990. Desde Truman y Eisenhower hasta Reagan y Bush, los americanos han ido acompañando, estimulándolo, el proceso de integración europea. También el Gobierno de Clinton muestra al respecto la misma invariable simpatía. Sin embargo, se pueden escuchar ya algunas voces americanas que advierten sobre el peso que tendrá el euro y sobre el poder futuro de una Unión Europea autónoma.
Estas voces irán en aumento. La ampliación de la OTAN hacia el Este, impulsada sobre todo por Washington, y la insistencia americana en que la Unión Europea se amplíe de forma simultánea hasta las fronteras occidentales de Irak son objetivos que tienen su origen principal en los cálculos estratégicos de esos americanos que piensan que su país ha de ser también en el siglo XXI la única superpotencia en el mundo.
Sin embargo, para nosotros los alemanes, la alianza con los Estados Unidos y con la OTAN ya no tendrá en el siglo XXI la misma importancia sobresaliente que hace unos pocos años. Alemania seguirá siendo fiel a estas alianzas, pero al mismo tiempo serán cada vez más importantes el proceso de la unificación europea, la ampliación de la Unión Europea y la estrecha colaboración con Francia.
Por otra parte, América tiene que comprender que en el siglo que viene Alemania ya no se encontrará de forma automática al lado de los americanos cuando se produzcan divergencias entre Washington y París. Constituye un interés vital para Alemania impedir que surja una situación en que nos podamos ver aislados de nuestros vecinos europeos. Francia seguirá siendo nuestro interlocutor principal, pues no hay globalización que altere nuestra vecindad geográfica.
Francia y Alemania siguen siendo el núcleo de la unificación europea. A la unión monetaria seguirán otros pasos: la ampliación de la Unión con otros Estados miembros, en todo caso con nuestro segundo vecino más importante, Polonia; la ampliación y el refuerzo de las instituciones democráticas y de la infraestructura de la Unión, y después ya una política exterior y de seguridad comunes.
En este proceso habrá naturalmente de nuevo crisis, errores y fracasos. Pero yo cuento firmemente con la voluntad política y la probada resistencia a las crisis de franceses y alemanes, puesto que también en el futuro los dos países se dejarán guiar por los mismos intereses estratégicos que en las situaciones de crisis del pasado. Las consideraciones estratégicas fundamentales tendrán más peso que cualquier conflicto coyuntural, sea en el ámbito de la política interior, sea a raíz de cuestiones ideológicas o de vanidad.
En la historia de la humanidad, la Unión Europea constituye una empresa única. Pues si, por un lado, nosotros los europeos estamos firmemente decididos a conservar la respectiva lengua de nuestro país, nuestra peculiar herencia cultural y nuestra identidad nacional, ello no impide que nos unamos, y no porque lo quiera un dictador o un conquistador, sino porque estamos convencidos de que la mejor forma de defender nuestros intereses nacionales es a través de la Unión Europea, por mucho que se altere en el siglo que viene el orden mundial.
Es natural que ante este gran proyecto haya americanos que frunzan el ceño; algunos sospechan ya hoy que el euro podría llegar a desplazar hasta cierto punto al dólar americano. Otros temen que una futura política exterior común de la Unión Europea podría robarle la iniciativa a la política exterior americana. Con todo, los americanos deberían confiar en que los europeos están del lado de los valores americanos y europeos: democracia, protección de los derechos humanos, libertad, dignidad del individuo y una justicia independiente.
Europa y América están estrechamente unidas a través de su historia, de sus religiones, a través de la filosofía y la literatura, de concepciones democráticas y económicas comunes. Estos lazos son perdurables. Y América no debería olvidar que la creación de la Unión Europea constituye uno de sus mayores logros. Sin el Plan Marshall, quizá nunca se hubiera llegado a ello.
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