Cambio de orilla
En tiempos de Franco (el mismo, ése que aparecía en los sellos de Correos), las personas decentes eran del Real Madrid. Lógico, porque el equipo rnerengue tenía rango de embajador y no estaba bien visto discutir sus éxitos en Europa. Se podía ser del Elche sin problemas, del Betis, del Pontevedra, del Bilbao, incluso del Barcelona, y cada cual tenía derecho a animar a su equipo dentro de los márgenes establecidos, pero no convenía distinguirse como antimadridista acérrimo, y menos si los de Chamartín jugabanDe manera que un día, sin poder resistir la tentación, renegué de mi entorno natural, hice zapping y me pasé al Atlético de Madrid. Pero es sorprendente lo colgado que se queda uno cuando cambia de orilla: sufrí trastornos de carácter, ofuscación, desvelos, melancolía y ramalazos de agresividad, a tal punto vehementes que una tarde perdí los nervios en clase de química y grité: "¡Gento, maricón!". Y me metí en un lío espantoso. Problemas de adaptación.
Poco a poco, sin embargo, mis engranajes se fueron ajustando y dos o tres años más tarde ya empezaba yo a regocijarme cuando perdía el Real Madrid.
Lo estaba logrando, verdaderamente, y sólo un obstáculo (indestructible) empañaba el éxito de mi apostasía: el Fútbol Club Barcelona.
Seamos serios: hoy día no es fácil detestar por igual, al Real Madrid y al Barcelona. Por igual, no aproximadamente. Y no recomiendo a nadie tal modo de sentir, por experiencia lo digo, ya que uno u otro siempre está ganando algún título.
El Madrid es el equipo del régimen como todo el mundo sabe, el malo, y el Barcelona su eterno aspirante. No importa cuál de los dos esté en racha o cuál gane la Liga. Su lucha es sorda y penetrante, a la raíz, y cada uno sabe que no podría vivir sin el otro. El Madrid sufre continuos ataques de soberbia, y el Barcelona, complejos. Es más que un club, tal vez, pero su existencia sólo parece tener sentido a costa del enemigo. Complejos. El día que despierte, como China, temblarán los estadios.
Según el manual, los verdaderos atléticos han de cumplir (por este orden) tres requisitos indispensables: primero, ser antimadridistas; segundo, apoyar al Atlético, y tercero, en menor medida, simpatizar con el Barcelona (en razón, precisamente, de la primera cláusula).
Y yo, con sinceridad, sólo cumplo ésta: ser antimadridista. Porque desde la llegada de Gil no estoy muy seguro de cumplir la segunda, y, por supuesto, incumplo a rajatabla la tercera.
En definitiva, que me estoy quedando sin equipo, sin suspiros, sin refugio, algo lamentable a la hora de sentir en profundidad el fútbol.
Muchas, muchísimas personas no entienden este negocio. Es más: desconfían de cualquiera que participe en él, y en particular del aficionado. Desprecian el fútbol, y no por el fútbol en sí (al que como máximo pueden considerar absurdo o aburrido), sino por lo que revolotea a su alrededor. Tienen bastante razón: es una basura.
Sin embargo, no saben lo que se pierden. Ignoran que lo mejor de este mundo es provocarse a uno mismo sentimientos, hacer el tonto, volverse un crío, retozar, atribularse y dejarse llevar por un sentimiento irracional. Y ocurre que el fútbol es un magnífico campo de pruebas, porque en él priman los instintos paganos. Muy toscos, cierto, groseros, ridículos, articulados por la decisión de un árbitro o por un buen remate de cabeza, pero muy certeros a la hora de conmoverse. El fútbol, por desgracia, es vida.
Y en ello estábamos hasta la semana pasada. Hirviendo. Los del Real Madrid temblaban como conejillos; y los del Barcelona afinaban las pupilas. "Recordad El Álamo", decían para sus adentros, en alusión a lo ocurrido un parde veces en Tenerife.
Pero parece que este año no podrá ser. La lucha ha terminado antes de tiempo y sólo una victoria del Atlético de Madrid en el Bernabéu podría remover, aunque muy levemente, los últimos rescoldos. Demasiada responsabiIidad para un equipo al que le falla: el alma, y que ya ni siquiera es mío, porque me lo ha quitado Gil.
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