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El circo y la ciencia

La cabeza del pirata chino decapitado en Haiphong a principios de los felices años veinte (felices, sin duda, para algunos, pero no para aquel desdichado hijo del Celeste Imperio, que pagó con la vida quién sabe qué fracasado abordaje), la cabeza, digo, que se exhibe en una discreta vitrina del Museo Nacional de Antropología ofrece al visitante el interés general de remitirle a las lecturas adolescentes de piratas y degüellos y permitir al mismo tiempo, con la nariz pegada al cristal, un examen particular de lo que puede ser la expresión de un pirata chino en el instante supremo de rendir cuentas. El rostro presenta los párpados achinados, como era de esperar, sobre las órbitas vacías, los labios entreabiertos y bien conservados, los dientes enteros y aparentes, pequeños y algo buidos. Tiene los pómulos tumefactos y aplastada una oreja, como si hubiera ofrecido alguna resistencia antes de presentar su pescuezo al golpe de hacha, a no ser que esas manchas azafranadas o levemente vinosas sean el resultado de las manipulaciones del taxidermista posteriores a la decapitación. En cualquier caso, es fácil imaginar la secuencia. La cabeza es recogida en un cesto con serrín por el ayudante del verdugo, quien la exhibe al público cogida por la coleta. A continuación debió ser trasladada, envuelta en un retazo de lona, al taller del taxidermista, quien pagó por ella unas pocas monedas, que entraban dentro de los pluses del convenio laboral de verdugos. Posteriormente fue adquirida, a cambio de una suma discreta, por uno de esos mercaderes de curiosidades que florecen en los puertos orientales, quien, a su vez, la vendió a precio de oro en la trastienda de su comercio al cónsul de un país occidental. Hasta aquí, la cabeza del pirata chino ofrece, en sus sucesivas cotizaciones, un ejemplo académico de lo que es la plusvalía comercial. Pero quizá entramos en la definición europea de cultura cuando el cónsul hace llegar la cabeza disecada a un coleccionista de rarezas macabras, que a su muerte legó su colección al Museo de Antropología. A partir de ese momento la cabeza se convierte en objeto de estudio, o en la perversión alternativa de una obra de arte, y como suele suceder, las consideraciones éticas ven disminuida su capacidad de evaluación. Hoy día, la cabeza del pirata chino decapitado en Haiphong comparte sala con el esqueleto de don Agustín Luengo Capilla, el Gigante de Extremadura, natural de la Puebla de Alcocer. El puerto de Haiphong no llegó a ser famoso por la decapitación de un insignificante pirata chino. Fue famoso 50 años más tarde por haber sido reducido a escombros tres veces consecutivas por la aviación americana durante la guerra de Vietnam.Quiero permitirme ahora una breve elucubración. Algo me hace ver en la melancólica pareja que forman el pirata de Haiphong y el Gigante de Extremadura una alegoría que reúne a la víctima y a su verdugo. Desde luego, nada de eso es conforme a la realidad. La procedencia del esqueleto de don Agustín Luengo Capilla, de 2,35 metros de estatura, se halla perfectamente documentada. Se pagaron por él 3.000 pesetas de las de entonces, de las cuales 1.500 se hicieron efectivas en vida al propio interesado, y las restantes 1.500 fueron debidamente abonadas a sus herederos. Cabe señalar que don Agustín Luengo lleva inscrito en su apellido la referencia de una acromegalia o gigantismo genético que, sin duda, se había manifestado en generaciones anteriores, del mismo modo que aquellos apellidados Cano suelen gozar de las nieves de un encanecimiento prematuro, o aquellos apellidados Roux o Renaud en francés proceden de estirpes pelirrojas o con las características tornasoladas del pelo del zorro. Sin embargo, la talla y corpulencia del Gigante de Extremadura hacen pensar irresistiblemente en monsieur Sansón, el último verdugo de París, y proporcionan al conjunto expuesto en las vitrinas del Museo de Antropología cierta relación verduguil. De forma que nada impide al novelista hacer uso de sus facultades alegóricas para elevar un memento mori donde la cabeza del pirata ajusticiado halla reposo junto al esqueleto de quien manejó el hacha. Y el compromiso que se establece entre ambas presencias viene a ser una lección moral, no escéptica, a la manera de la que se contempla en las tablas medievales. Y a fin de cuentas, en las cambiantes aguas de la vida, no lejos del ajetreo de la estación de Atocha, donde se halla el museo, la penumbra del panteón científico invita al recogimiento ante restos tan dispares que no se sabe si han sido reunidos por la ciencia o por el azar.

Por otra parte, nada ilustra mejor la relación subliminal entre la ciencia y el circo que la exhibición del pirata y del gigante. No cabe duda de que la secreta complicidad entre los hombres del espectáculo y los de laboratorio viene de antiguo y cada tiempo y moda van dejando sus residuos. Hace apenas unos meses hemos conocido el caso de la oveja Dolly. Nadie ha podido explicar el interés que representa obtener una oveja a partir de una célula de tejido epitelial mamario cuando desde los años cincuenta se pueden obtener cuantas ovejas se quieran por el sencillo expediente de la inseminación artificial. Nadie ha podido explicarlo en términos científicos, pero resulta fácilmente explicable en términos circenses. Y aunque en ocasiones se llegue a pensar que a algunos científicos les corresponde el abigarrado uniforme del domador de focas, lo cierto es que la ciencia siente debilidad por el frac del prestidigitador. De una chistera similar a la de que surgió Dolly otro científico hizo surgir dos macacos. Quién sabe cuántos más se hallan dispuestos a extraer ratones y conejos hasta aburrir al respetable. Y podemos estar seguros de que en algún sótano ya se está fraguando el homúnculo, cautivo en alguna probeta iridiscente, esperando que llegue el momento del gran número para su correspondiente prestidigitador.

A estas alturas todos estamos convencidos de que la genética representa la gran transgresión de nuestro siglo, quizá sólo comparable en potencia a lo que representó el descubrimiento de la metalurgia en épocas remotas. Mientras tanto, la competencia es ardua. Dos científicos españoles interpretaron recientemente el número de las bofetadas en la presentación de una nueva enfermedad hepática. Sin dirimir quién era el payaso tonto y el payaso listo, ¿quién sabe hasta dónde puede llevar la comparación? Sin embargo, en estas espléndidas noches de primavera surcadas por el cometa, algo permite sumergirse en una meditación no sé si grandiosa o melancólica. Volverán los meteoros, se iluminarán estrellas desconocidas, pero desde aquí podemos vislumbrar la polvorienta vitrina de un museo donde se exhibirán los rizados vellones de Dolly junto al esqueleto del prestidigitador.

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Manuel de Lope es escritor.

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