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Hemos ganado

Antonio Elorza

"¿Te imaginas a Franco en ballotage?", me decía riendo Juan Trías, al cruzarnos en la entrada de Políticas y comentar la información de Le Monde sobre las elecciones presidenciales francesas de 1965, en las que el general De Gaulle tuvo la desagradable sorpresa de no vencer en la primera vuelta al contestatario François Mitterrand. Eran tiempos de silencio electoral en la Península y muchos españoles nos teníamos que conformar con el seguimiento de la vida política en nuestro entorno europeo, y sobre todo de Francia, que además constituía en aquellos años el centro de abastecimiento de literatura prohibida y el lugar de refugio para viejos y nuevos exiliados. Existía además un lejano paralelismo entre la situación de aplastamiento de la izquierda por el franquismo y la impotencia de sus congéneres en Francia, tras el golpe con silenciador que impuso a De Gaulle en 1958. "La izquierda queda aplastada, la derecha triunfa", dictaminó entonces Maurice Duverger. Sólo que en Francia cabía la posibilidad de denunciar en público "el golpe de Estado permanente", e incluso poco a poco, y en continuo zigzag, de rehacer las posibilidades de que la izquierda alcanzara el poder, sobre todo con la aproximación de socialistas y comunistas en torno al lema de la union de la gauche en los años setenta. Y no es que aquí nos hiciéramos demasiadas ilusiones. Teníamos aprendida la lección de la guerra civil, en que un Gobierno francés del Frente Popular dejó hundirse a la República Española, pero al menos cabía esperar de la izquierda una mayor intransigencia frente al dictador, cierto amparo a las actividades del exilio y, lo que era más importante, una imagen de que el conjunto de valores progresistas iba imponiéndose inexorablemente.Así que, a partir de 1965, y sobre todo desde que Mitterrand resucitó el socialismo en Epinay y el PCF enfiló la vía del comunismo democrático, los grandes hitos de la política francesa volcaron su sombra, positiva o adversa, sobre una España que embocaba la transición. Por fin, en 1981 Mitterrand quebró la continuidad de la hegemonía gaullista. No es que fuera santo de la devoción de los socialistas españoles, pero su victoria fue un signo anticipado de otra ruptura histórica de la hegemonía de la derecha, la que en España marcan las elecciones de octubre de 1982. Más tarde, al corrrer de los años, los entusiasmos iniciales tuvieron que enfriarse. El cambio prometido por Felipe González tuvo un signo distinto del que soñaron sus electores, y con demasiados puntos negros, en tanto que la visita simbólica de François Mitterrand a la tumba del resistente Jean Moulin tras su toma de posesión cedió paso a las coronas de flores ofrecidas a la memoria de Pétain. Pero la ruptura que por sí misma representaba la victoria electoral, frente al dominio continuado de la derecha, conservó su valor. Y su ejemplaridad para España, entonces y especialmente ahora, cuando, tras la gestión personalista de Mitterrand, la izquierda parecía haber perdido toda capacidad incluso para ejercer un mínimo peso desde la oposición sobre la política francesa. Por lo menos, no resulta ya una maldición inevitable el sometimiento al conservadurismo romo de los Chirac, Major o Aznar. Así que como en los tiempos del franquismo y de la transición, cabe compartir el grito de los inesperados vencedores de Francia: "On a gagné" ("Hemos ganado").

La pequeña euforia del 1 de junio no debe, en todo caso, servir de pantalla para ocultar una realidad plagada de problemas. Ahora, como en 1981, la izquierda francesa llega al Gobierno en una coyuntura económica particularmente desfavorable. El mejor tiempo para las reformas y la redistribución de la renta no es el presidido por la crisis, como en 1981, o por una situación particularmente forzada ante la convergencia de Maastricht, según ocurre hoy. Cualquier apresuramiento o error grave puede pagarse con un fracaso irreversible, que en términos políticos aprovecharía de inmediato el presidente Chirac para cobrarse la revancha mediante una nueva disolución. Si la cohabitación va equilibrando la balanza del poder en beneficio del primer ministro, no por ello dajan de ser muy amplias las facultades del presidente de la República. Y además, por unos cuantos escaños, el respaldo parlamentario de Jospin no es el mismo de Mauroy en el 81: entonces la admisión de los ministros comunistas fue una concesión graciosa, en hábil maniobra de Mitterrand para desgastar al PCF y evitar la presión desde la calle; hoy el apoyo comunista resulta imprescindible, y aun cuando Hue no es Marchais, el PCF sigue apegado a la imagen del 36, con el objetivo puesto en cambios inmediatos tendentes a la mejora de la condición de las capas populares, sin preocuparse ante la posibilidad de que los mismos sean rápidamente reducidos a la nada por una evolución económica adversa. Además, Hue y su rugoso partido carecen de la finura política que ha permitido a Bertinotti en Italia conjugar la presión con el apoyo, desde fuera al Gobierno. La pelota puesta en el campo de Jospin tiene así un difícil resto.

Además, si la izquierda ha llegado al Gobierno es, ante todo, por el error monumental, uno más, del tándem Chirac-Juppé convocando elecciones anticipadas desde una situación de profunda impopularidad. Y, como telón de fondo, por la profunda situación de malestar que desde hace más de una década va imponiéndose en la sociedad francesa, con el fin del crecimiento económico y el incremento constante del paro. La expresión política de tal malestar no puede ser más evidente, con el auge del Frente Nacional, una formación que desde su núcleo duro racista y xenófobo promete un futuro de violencia organizada que va ganando cada vez más terreno en la derecha y que, por encima de todo, tras la derrota del 1 de junio, puede por fin enlazar con la franja más reaccionaria del RPR a través del puente que le ofrecen hombres como Pasqua o De Villiers. La rápida y compleja reestructuración de la derecha democrática aparece de este modo como sorprendente requisito para que la gestión socialista no tropiece con la subida en flecha de Le Pen. La razón es clara: a la vista de lo ocurrido en los años treinta, es obvio que desde ese fondo social de desgarramiento e insatisfacción pueden surgir y consolidarse sólo corrientes antidemocráticas, no impulsos hacia el cambio, aunque en un momento concreto hagan posible una victoria electoral.

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En ese marco cargado de amenazas, resulta posible distinguir, no obstante, aspectos en si mismos muy favorables. El principal, por supuesto, la resurrección de una base electoral de la izquierda dada por desaparecida tras las elecciones de 1993, de acuerdo con el réquiem por el socialismo entonado una y otra vez por los voceros del pensamiento único (el último, y más desafortunado, aquí y ahora, a cargo nuestra ministra de Cultura). Una cosa es que el contexto resulte desfavorable y otra que sea preciso resignarse a sociedades cada vez más marcadas por la desigualdad y la injusticia social. Otra, plenamente aplicable a nuestro país, en contra de lo que algunos opinaron en 1995, la lección de Jospin. En la última década, el "Ni Dios, ni césar, ni tribuno" de La Internacional había pasado a mejor vida. La suerte de la izquierda se presentó ligada a líderes carismáticos, del tipo Mitterrand, González, Craxi o Papandreu, que en unos casos llevaron a la ruina a s as huestes y en otros bloquearon todo cambio interno al afirmarse como centros de poder insustituibles. Jospin probó en 1995 que un discurso riguroso, ligado a las garantías de honestidad y compromiso propias de la tradición socialista, podía devolver las esperanzas a la izquierda, a pesar de una renuncia deliberada a la presentación carismática. Frente a la aparente grandeza de un Mitterrand, con su apoyo de marioscondes a lo Bernard Tapie, promesa de una gestión eficaz en beneficio de la mayoría y crítica puntual de la política derechista. La fórmula, por fortuna, ha funcionado.

Tiene otras virtudes. La izquierda no debe sólo anunciar cambios, sino cambiar ella misma. En primer plano, asumiendo su composición plural, recogiendo en torno al eje socialista a las nuevas sensibilidades como el ecologismo político sin pretender la destrucción de las añejas, en este caso el PCF. Y promoviendo, a pesar de los presagios de coste, la política de género, en la proporción. de candidatas y en las perspectivas de futuro, con una Martine Aubry que podría llegar a convertirse en la primera presidenta de Francia. Todo ello sin olvidar la vieja lección de que las esperanzas en la izquierda son correlativas al diseño de proyectos unitarios, eso sí, a partir del citado pluralismo. Los componentes de la izquierda son inevitablemente heterogéneos. Su convergencia es una precondición para el éxito político, como acaba de comprobarse en Francia. Convergencia que lógicamente nada tiene que ver con el remake de un sistema solar estalinista, compuesto de grupúsculos que giran bajo siglas unitarias en la órbita de un partido comunista aferrado, como el del último Marchais o el nuestro, a los peores residuos de su historia.

Antonio Elorza es catedrático de Pensamiento Político de la Universidad Complutense de Madrid.

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