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La diana en el ojo

Uno no puede comprender realmente nada de lo que mira hasta que logra convertirse, de alguna forma, en una parte de ello. Ésa ha sido una de las ideas centrales del arte moderno: luchar contra la pasividad del espectador, obligarle a descifrar lo que observa y, en último término, a construirlo para poderlo ver. Un cuadro de Picasso, un montaje de Joseph Beuys o una página del Ulises de Joyce pertenecen a ese tipo de obras que para poder conquistarte antes tienen que ser invadidas por ti. Llevados a un extremo, los intentos de romper cualquier tipo de frontera entre los creadores y su público tienen ejemplos fascinantes en los inicios del pop-art, entre los miembros del grupo Fluxus y en otros movimientos que en muchos sentidos son sus herederos. Imaginemos a George Maciunas y su Pieza para piano número 13 , que consistía en ir clavando con un martillo cada una de las teclas del instrumento hasta dejarlo mudo; a Gordon Matta-Clark -el hijo del pintor Roberto Matta-, que agujereaba o partía en dos los edificios abandonados junto al río Hudson, o la exposición de Nam June Paik en la que lo único que encontraban los visitantes era al artista dentro de una bañera, vestido con un traje azul y echándose cubos de agua por encima de la cabeza; a la cubana Ana Mendieta, que dibujaba su silueta sobre calles, azoteas, montañas, hasta que se suicidó -o fue asesinada por su marido, el escultor Carl Andre, nunca se supo- tirándose desde un piso 34º y convirtiéndose de esta manera en una última silueta pintada por la policía de Nueva York encima de un tejado; a Chris Burden, que se hizo crucificar sobre un Volkswagen por su abogado; a Thomas Schmit, cuya performance consistía en encerrarse en un círculo de botellas vacías con una botella llena que iba vertiendo en la que estaba a su derecha, una y otra vez, hasta que el agua se evaporaba... La obra de estos artistas -la vida de algunos de ellos ha sido contada por Mireia Sentís en un libro extraordinario: Al límite del juego- pone sin duda una condición a su público: todo aquel que quiera saber qué hay en lo que está viendo tendrá que buscarlo dentro de sí mismo.El mundo audiovisual tampoco se ha quedado fuera de este juego, como prueban la obra cinematográfica de Yoko Ono o las fotografías de la artista francesa Sophie Calle. Las películas de Ono, casi siempre hechas en colaboración con John Lennon, van de Bottoms -80 minutos ocupados por 365 traseros y por la opinión que el dueño de cada uno de ellos tiene de- lo que está haciendo- a Smile, que consiste en un plano fijo de la cara de Lennon en la que sólo se mueven la boca y, -un par de veces, los ojos, y cuya banda sonora -pájaros, el ruido de un coche, unos pasos en la acera-, fírmada por el propio Lennon, se ampara en un mensaje revelador: "Bring your own instrument" ("Trae tu propio instrumento"); desde Bed-in a Erection, que es un hermoso cortometraje sobre la construcción de un hotel, un encuadre fijo que va desde el plano del solar vacío hasta los del edificio acabado. La música experimental que John y Yoko le pusieron a este, trabajo es tan radical que a su lado Sonic Youth parecen la banda

sonora de una película de Tom y Jerry. En cuanto a Sophie Calle -autora de la fascinante película No sex last night-, sus fotos y textos recogen ideas como la de hacer que su madre contratase a un detective para seguirla durante meses y sacar fotos e informes de su vida, o la de pasar 13 años colocando sus regalos de cumpleaños en vitrinas y después fotografiarlas, seguramente para comprobar qué ven los demás en ella, para preguntarse si tal vez ella es la suma de alguien a quien se le pueden regalar las obras completas de Kafka, un gallo disecado, una camiseta de bombero, un ángel de escayola, una montera...

Pero ni Sophie Calle ni Yoko Ono se conformaron con eso; habían logrado situarse en el mismo lado que el espectador, pero ahora querían más. cambiarle el sitio. Sophie Calle salió con su cámara a una avenida de Lyón una mañana de 1980, eligió un transeúnte al azar y se dedicó a perseguirle hasta Venecia, a fotografiarle sin ser vista cada vez que lo localizaba o, cuando no conseguía encontrarle, a retratar su vacío, los sitios en donde él no estaba. Así, al final, ese hombre es para nosotros tanto su figura como los huecos que deja.

Por su parte, Yoko Ono filmó en 1969 Rape (Violación), una versión kafkiana y mucho más dura de esta' experiencia: un cámara adiestrado por ella siguió obsesivamente, durante dos días, a una joven alemana por las calles de Londres, desde un cementerio que había ido a visitar hasta su propia casa, de día y de noche, a pie y en taxi, mientras la víctima pasaba de la diversión inicial al miedo, a la angustia terrible de las últimas tomas. Ono invirtió de esta manera el acoso a que los personajes célebres son sometidos por algunos medios de comunicación.

Las dos experiencias son interesantes en sí mismas y porque adivinan una enfermedad del futuro: la epidemia que va de los reality-shows -programas de televisión en los que se busca la peor parte del espectador: aquella en la que lo importante es comprobar que personas tan reales como ellos sufren desgracias mucho mayores que las suyas- a los magazines de cotilleo y la prensa rosa, los programas sobre desaparecidos o los que se dedican a recomponer matrimonios, y desde ahí hasta el extremo repugnante de las snufs-movies, vídeos caseros que consisten en asesinar ante las cámaras a alguien. Obviamente, unos y otros no pueden ser jamás situados en un mismo plano: no es lo mismo matar a alguien y vender su muerte en cintas de 100 minutos que seguir a Ana García Obregón por un supermercado. Pero, aun desde planos tan distintos, todos estos productos basan su estrategia en apelar a las zonas más oscuras de los espectadores, que, lejos de lo que pretendían los artistas de Fluxus, no necesitan hacer esfuerzo intelectual alguno, sino simplemente sentarse frente a un televisor a mirar lo que hay dentro de la basura de los demás, ver de qué está hecho el dolor del resto de las personas.

Por eso no está de más recordar que el hecho de mirar -de qué y cómo se mira- y hacer público -en películas, libros, programas de televisión o cuadros- lo que se ha visto es sobre todo una decisión moral. Desde luego, ésta no es una idea nueva, pero que algo ya se haya dicho antes no significa que no pueda volver a decirse por primera vez, y más si tenemos en cuenta que, en medio de un debate como el actual sobre las televisiones -tan apasionado, por ejemplo, en el terreno del fútbol, que yo conozco a un portavoz del Gobierno del que van a terminar usando su bonita cabeza como balón cualquier día de éstos-, lo que menos se oye es lo más importante: un análisis crítico del contenido de lo que cada cadena mete en nuestros comedores. No olvidemos que la televisión, como las cámaras de Yoko Ono y Sophie Calle, también es una máquina que nos persigue hasta el interior de nuestra propia casa. Que su capacidad educativa o destructora es inmensa. Y si para lo que vale la lucha de audiencias es para tener más Nieves Herrero, más Pedro Ruiz, más Isabel Gemio y compañía, apaga y vámonos. Porque la degradación de la oferta televisiva en algunas cadenas, entre las que, por desgracia, está cada vez más evidentemente TVE, es tan lamentable que, a base de insistir, de pelearse por ofrecer la inmundicia más grande, van a terminar haciendo un daño irreversible.

Luego, los responsables vendrán a defenderse con argumentos parecidos al del boxeador argentino Carlos Monzón, cuando quería explicar que el asesinato de su mujer había sido nada más que un accidente: "Pero, señor juez", dijo en una de las sesiones del proceso, "yo siempre la había pegado y ella nunca se había muerto".

Benjamín Prado es escritor.

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