Divina sorpresa
Los franceses no sabrán hasta el próximo domingo si serán el undécimo Estado europeo que opta por un jefe de Gobierno de izquierdas. Pero ya saben que la mitad del hemiciclo (y no la cuarta parte) estará ocupada por diputados socialistas. También saben que si gana la derecha será por muy poco -gracias a los votos del Frente Nacional- y que Alain Juppé, que ya ha dimitido, no será el jefe del Gobierno. Es decir, en la primera vuelta de estas elecciones legislativas han pasado muchas cosas.Han pasado muchas cosas en las que la opinión pública había renunciado a creer. Los franceses, sea cual sea su estado de ánimo del momento, están orgullosos de dos cosas: de la precisión de sus sondeos y de la "sensatez" de su pueblo. No se puede decir que los sondeos se hayan equivocado mucho esta vez, pero algunos institutos preveían un nivel de abstención que podía rozar el 40%, y se sacaban conclusiones sobre la nueva y radical desafección hacia la política que creaba en Francia un populismo peligroso, cuando el número de abstenciones no ha superado el 31 %, una cifra alta, incluso para una primera vuelta, pero de ningún modo alarmante. En cambio, los sondeos también previeron que el Frente Nacional apenas alcanzaría el 13% y desgraciadamente sobrepasa el umbral del 15%, superando de este modo su récord en unas elecciones legislativas. ¡Ahora ya hay casi tantos votos en el partido de Jean-Marie Le Pen como en el de Alain Juppé! Según estas mismas previsiones, el resultado de la izquierda debía ser ligeramente inferior al de la derecha, y ha ocurrido lo contrario.
Respecto a la célebre "sensatez" que los franceses adquirirían cuando se encierran en la cabina electoral, hay que ser un comentarista de política interior chovinista, curtido y parisiense para percatarse de su evidencia. Sin duda, los franceses han hecho una afrenta a Chirac. Se han negado a caer en la trampa de la brutal y alegre decisión de disolver la Asamblea; han expresado que temían menos la cohabitación que Jacques Chirac, quien, sin embargo, asumía todos los riesgos. Hay algo de rebeldía y de bravura en esta actitud. También encierra una clara voluntad de castigar a la derecha, al menos en la primera vuelta.
Pero no podemos decir que se trate sólo de "sensatez". El héroe de esta primera vuelta es, evidentemente, Lionel Jospin, líder del Partido Socialista. Hace unos años se solía repetir que el ex ministro de Educación Nacional de François Mitterrand era la viva imagen del antihéroe. Este hugonote angelical, afectado por la exoftalmia propia de los que sufren de hipertiroidismo, cuyo apretón de manos es tan franco como el de un monitor de scouts, irradia toda clase de sentimientos, todos, incluidos la bondad y el temperamento; todos, repito, salvo el carisma. Oscar Wilde decía a un hombre como él: "Usted sabe mentir tan mal que no le vaticino ningún porvenir". Pero Lionel es también un deportista, ex alumno de la Escuela Nacional de Administración (ENA), hijo de un comunista, hijo rebelde de Mitterrand, con una voluntad autoritaria (le llaman: "Yo, servidor, personalmente") y que saborea, en secreto pero con avidez, su revancha sobre las grandes figuras que le subestimaron, como Fabius, Mauroy, Rocard y Delors. Habrá que ver ahora quién es el que rinde el homenaje más patético a la persona y al papel de Lionel Jospin.
Sorprendido por la necesidad de desarrollar en cinco semanas un proyecto que había planificado para 15 meses, Lionel Jospin ha logrado concertar unas conflictivas alianzas con el Partido Comunista, redactar un programa y establecer una estrategia de lucha contra la derecha. Se esperaba que tropezase en el ámbito económico y, al final del trayecto, salió más o menos bien parado al buscar con qué financiar la creación de 350.000 puestos de trabajo para los jóvenes y la cobertura social fuera del gasto público y de nuevos impuestos. Otros esperaban verle tropezar con Europa, pero obligó a Alain Juppé a aceptar estas tres célebres condiciones: 1) la Europa social; 2) el Gobierno económico, y 3) la participación de Italia. Incluso se indignó porque se hubiera podido pensar en construir el euro o Europa "sin el país de Dante y sin el de Cervantes", aunque no llegó hasta el punto de emplear la expresión de uno de mis estimados colegas de La Repubblica que no duda en referirse al "racismo monetario".
Lionel Jospin se habría ahorrado de buena gana una campaña electoral tan precipitada.Es un perfeccionista a quien gusta tomarse su tiempo y era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que todas las razones del fracaso de Alain Juppé no eran forzosamente nobles y que algunas podían atribuirse a lo difícil que es lograr que ese niño mimado en el pasado que es el pueblo francés acepte las reformas. Por otro lado, es difícil ver a Chirac como un reaccionario salvaje o como un maníaco del ultraliberalismo. Si Jacques Chirac y Alain Juppé han batido durante dos largos años todos los récords de impopularidad, no ha sido sólo a causa del entusiasmo de buen chico irresponsable del primero y de la incapacidad del segundo para que la gente no piense que se cree mil veces más inteligente que sus interlocutores. Es sobre todo porque el crecimiento recobrado (2,5%) no ha bastado para atraer inversiones, aumentar la demanda y, por tanto, para crear puestos de trabajo. Como los franceses se sienten amenazados, no aceptan que les toquen sus célebres beneficios adquiridos.
Las reacciones ante el éxito socialista son muy interesantes. La Bolsa ha bajado, pero muy poco. La patronal francesa no muestra en absoluto las señales de alarma e incluso de pánico que manifestó en 1981 con la llegada de Mitterrand, y si hay una movilización de las viejas "200 familias", es una movilización discreta. Tal vez convenga recordar que los socialistas de 1983 hicieron más que nadie (y en ocasiones demasiado) por reconciliar a los franceses con las empresas. Recordemos las palabras de Pierre Bérégovoy: "Hay que dejar de considerar que esos lugares de creación de riqueza que son las empresas son únicamente lugares de enfrentamiento".
Tal vez haya otra explicación más profunda. Es una tesis personal que he elaborado tras diferentes viajes de estudio a Estados Unidos. La moda ideológica y la verdadera modernidad ya no son, como hace apenas unos anos, el ultraliberalismo que suprime toda regulación del Estado o el capitalismo salvaje que sólo puede reestructurar las empresas a base de despidos masivos, brutales y repetidos.
Ronald Reagan y Margaret Thatcher demostraron ser unos perfectos discípulos de los profesores Hayek, Friedman y de toda la Escuela de Chicago, y la recuperación espectacular de la economía con estos métodos fue acogida favorablemente en todo el mundo; cuando se pedía un crédito a un banco respondían: "¿Cuántos trabajadores es usted capaz de despedir?".
Por razones meramente cínicas y que nada tienen que ver con la moral, ni con la solidaridad, ni con la ideología, los expertos se alarmaron al alcular los costes sociales de las reformas económicas o financieras. Y hoy, la moda de la modernidad consiste en absorber los costes sociales de una reestructuración para evitar un estallido, mediante huelgas con disturbios, o una descomposición del tejido social: cuando los pobres y los ricos no sienten que pertenecen a la misma nación. Es lo que los consejeros de los primeros ministros de Gran Bretaña, Portugal y Holanda comprendieron mejor que los demás. ¿Por qué no iban a tener entonces los patronos franceses ese presentimiento? Es una realidad que se impondrá tanto para Jacques Chirac como para Lionel Jospin, sea quien sea el vencedor y el vencido. Pero volviendo a la tormenta de la primera vuelta: admitamos que los franceses son sorprendentes.
Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.
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