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Los retratos del despacho de Kohl

Soledad Gallego-Díaz

Los socialistas franceses, de la mano de François Mitterrand, ganaron en su día fama de leales miembros de la Unión. Fue La Es finge, como le llamaban muchos de sus compatriotas, amigos o enemigos, quien consiguió neutralizar los sentimientos antieuropeístas de su partido, convencido sinceramente de que no existía alternativa política ni, sobre todo, económica para Francia que no pasara por la construcción de Europa. Su tenacidad y su afán fueron tan grandes que no hubo propuesta integradora en aquellos años que París no apoyara con entusiasmo. Mitterrand supo hacer siempre uso de sus prerrogativas como presidente de la República para imponer su criterio respecto a Europa, estuviera en el Gobierno su partido o cohabitara con la oposición.Las cosas han cambiado en Francia. El presidente de la República es Jacques Chirac, un gaullista que cree también con sinceridad en Europa, pero que no tiene la furia europeísta de su antecesor ni la absoluta capacidad de aquél de acallar sin remedio las voces disidentes dentro de su propia formación política.

Si su candidato consigue ganar en la segunda vuelta de las legislativas será por un margen tan estrecho que ponga de manifiesto la preocupación de los votantes por las reformas económicas que exige la puesta en marcha del euro y que obligue a Chirac a recordar día a día el mensaje de su electorado.

Los herederos directos de Mitterrand tampoco han sido capaces de recoger su testamento europeo. Lionel Jospin, que si confirma el resultado de la primera vuelta podría ser el nuevo primer ministro, ha presentado hasta ahora un mensaje ambiguo que combina la defensa del euro y de la Unión con la exigencia de encontrar nuevos caminos que lleven a ese objetivo.

La ambigüedad de Jospin quedó patente en una sorprendente entrevista publicada esta semana por la revista Le Nouvelle Observateur, en la que el líder socialista francés utiliza un concepto tan gaullista como la Europa de las naciones para definir su postura:

"Yo quiero una articulación Europa-nación no por razones ligadas al centralismo o al proteccionismo, sino a algo para mí más esencial: que por el momento el marco nacional, pese a todo, es el único marco de la democracia. (...) Si destruimos el marco nacional, si se comienza a pensar en términos de redes internacionales, me atrevo a decir que se destruye la democracia".

Así las cosas, lo lógico es que el resultado de las elecciones francesas haya introducido una cierta dosis de incertidumbre no sólo ante la cumbre de Amsterdam. sino también en las posteriores negociaciones sobre la convergencia. Los votantes parecen poco inclinados a dar, el próximo domingo, al nuevo Gobierno, conservador o socialista, la carta blanca que todos piden para preparar la puesta en marcha de la moneda única.

Si ganan los conservadores, Chirac deberá buscar un primer ministro más contemporizador que Alain Juppé, y si ganan los socialistas, el ambiguo Jospin tendrá que negociar a marchas forzadas un Gabinete con sus aliados comunistas, claramente contrarios a la unión económica y monetaria.

No es extraño, además, que Alemania, que tiene sus propios problemas, mire con aprensión hacia sus vecinos. El canciller Helmut Kohl, un gran europeísta y un gran sentimental, tiene pocas posibilidades de añadir el retrato de Chirac o de Jospin a la galería de personajes admirables que adornan ya su despacho y en la que cuelgan dos grandes fotos dedicadas del fundador de la Comunidad Europea, Konrad Adenauer, y de su añorado amigo François Mitterrand.

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