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Liberalismo 'versus' neoliberalismo

El liberalismo viene ejerciendo una prolongada y extraordinaria influencia en la cultura occidental desde por lo menos hace cuatro siglos. Ello le ha convertido en un concepto de carácter prácticamente universal. Como ocurre con otras ideas o conceptos de esta índole (absolutismo, conservadurismo, capitalismo, socialismo, etcétera), el liberalismo constituye una realidad difícilmente definible y delimitable mediante reglas seguras comúnmente aceptadas.Al igual que todas las grandes doctrinas, el liberalismo ha mantenido siempre una lógica histórica ambigua y, por tanto, susceptible de acarrear consecuencias diferentes, tanto positivas como negativas. Así, junto a grandes virtudes tales como el racionalismo crítico, la laboriosidad, el civismo, el desarrollo de los derechos individuales, la limitación del poder político, etcétera, el liberalismo también ha provocado graves perversiones tales como la ambigüedad moral, el atomismo social, la destrucción de valores colectivos, el capitalismo salvaje, una irresponsable obsesión por la competitividad a cualquier precio, etcétera.

Esa ambigüedad y complejidad han traído como consecuencia que el liberalismo resulte objeto de interpretaciones muy diversas, y en no pocas ocasiones encontradas, dando así lugar a corrientes liberales muy diferentes entre sí. Resulta por tanto incorrecto, además de imposible, pretender reducir o identificar el liberalismo con alguna o algunas de sus corrientes concretas.

Una de esas corrientes, el neoliberalismo, ha adquirido en los últimos años una extraordinaria fuerza e importancia hasta tal punto de producirse a veces, de forma consciente o inconsciente, una identificación entre liberalismo y neoliberalismo. Nada más lejos de la realidad. El neoliberalismo constituye una simple adaptación actualizada de la variante más utilitarista del liberalismo, cuando no una clara adulteración, un simulacro del mismo. En cualquier caso, es evidente que dista mucho de ser el heredero legítimo del viejo liberalismo. Veamos por qué.

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Los viejos liberales cayeron en el error de considerar que la simple aplicación de las leyes de mercado traería consigo, de forma natural, el establecimiento de una sociedad civil armónica y justa en la cual quedaría perfectamente asegurada la felicidad de los seres humanos. Por ello promovieron una nueva sociedad basada en el principio de libertad. Es cierto que la libertad constituye el primero de los instintos primitivos del ser humano como ser social. Pero no es el único. Junto a él existe también la igualdad. Todos los seres humanos aspiramos a ser libres y a sentirnos iguales a los demás. Por ello, la tendencia a rebelarnos contra cualquier realidad heterónoma que se nos pretenda imponer constituye una reacción constitucional a nuestra propia naturaleza. En tal sentido ser libre significa que otros no se interpongan en mi actividad. Cuando más extenso sea el ámbito de la ausencia de interposición, más amplia es mi libertad.

Ahora bien, yo no puedo ser absolutamente libre, ya que ello impediría la libertad de los demás. Por ello debo ceder algo de mi libertad para preservar las libertades de los otros, y en definitiva mi propia libertad con respecto a los demás. Por eso, desde punto de vista social o político, ser libre significa estar sujeto a un ordenamiento normativo, pero a un ordenamiento normativo y a una ley en cuyo establecimiento participo yo mismo. La libertad se constituye así en un principio irrenunciable. Un principio que sólo puede ser restringido en favor de la propia libertad.

La libertad es anterior a la igualdad, ya que quien no es libre de decidir difícilmente puede aspirar a la igualdad. Ahora bien, la igualdad no es sólo un medio condición para la consecución de la libertad, sino que es, en sí misma, una forma de libertad. Ésta o puede subsistir sin la igualad, ya que, en última instancia, el interés de los ciudadanos por la libertad se concreta en la práctica en un interés por los resultados, es decir, por la igualdad. Los viejos liberales no tuvieron en cuenta que si la libertad de unos pocos depende de la miseria de un gran numero de otros seres humanos, el sistema que promueve esto es injusto e inmoral y, por tanto, esa libertad debe ser limitada por el principio de igualdad.

En contra de lo que pensaban los viejos liberales, la sociedad civil no ha constituido nunca sinónimo de libertad, y mucho menos de igualdad. No lo fue en el momento álgido del Estado liberal y mucho menos lo está siendo en la época actual, en la que no existe una línea divisoria entre Estado y sociedad civil. Es evidente que, hoy día, no toda forma de poder, incluso de poder político estricto, se encarna en el Estado. Grupos teóricamente integrantes de la sociedad civil, tales como los sindicatos, los grupos de presión, las corporaciones, los movimientos sociales, etcétera, ejercen una influencia, un poder y, en definitiva, una actividad política de primer orden.

La ya confusa relación entre el Estado y la sociedad civil se ha intensificado de modo notorio como consecuencia de la revolución tecnológica. El actual desarrollo económico y tecnológico está originando un proceso de concentración de recursos que trae como consecuencia inevitable el surgimiento de organizaciones con una extensión y dominio cada vez mayores, dando así lugar a un nuevo orden social corporativo.

Este nuevo orden está acabando con cualquier pretensión de mantener unas relaciones libres de mercado. A través de la constitución de cárteles, holdings, etcétera, las corporaciones están reduciendo a la mínima expresión la ley de la oferta y la demanda, provocando así un cierre o asfixia del mercado.

Frente a la acción de las corporaciones, el Estado puede optar por dos vías alternativas. 0 bien establece medidas reguladoras del mercado, tanto de capital como de trabajo, tratando así de evitar esas situaciones de monopolio u oligopolio, o bien adopta una política neoliberal, haciendo dejación de su poder regulador.

Se produce así una extraña y gran paradoja. Resulta que, mediante la limitación del poder de las corporaciones, el Estado intervencionista termina actuando como el defensor de las relaciones de mercado. Mientras tanto, mediante la transferencia de su poder a las. grandes corporaciones, el Estado mínimo neoliberal se convierte en el sepulturero de esas relaciones libres de mercado. Por ello, estoy convencido de que, si algunos de los viejos liberales decimonónicos levantaran hoy la cabeza, optarían, en contra de la opinión de los actuales neoliberales, por la primera vía, que es la única que permite, paradójicamente, mantener la lógica del mercado.

En teoría, el actual desarrollo tecnológico y científico puede dar lugar, o bien a una sociedad íntegramente programada por centros de poder ajenos a los ciudadanos, lo cual conllevaría a la aparición de un sistema totalitario superador de todas las previsiones formuladas por Orwell, o bien a una sociedad liberal y liberada de un contenido y profundidad hasta ahora desconocidos. Uno de los elementos fundamentales para que la sociedad se incline realmente a uno u otro modelo de sociedad es el establecimiento de instrumentos y técnicas capaces de controlar el poder de las grandes corporaciones.

La dejación del poder por parte del Estado neoliberal a favor de las grandes corporaciones nos conduce al primero de los modelos, a una sociedad autoritaria en la que el poder legítimo del Estado resulta sustituido, o al menos condicionado, por el poder incontrolado y sin garantías de las corporaciones. El Estado termina convirtiéndose en una simple marioneta en manos de las corporaciones más poderosas, favoreciendo así una actuación arbitraria en perjuicio de otros grupos y desde luego en perjuicio de los ciudadanos.

Uno de los grandes enemigos actuales de la democracia y, por tanto, de la libertad e igualdad de los ciudadanos lo constituye, sin lugar a dudas, el corporativismo. El corporativismo provoca una importante disminución de la competición no sólo en el mercado económico, sino también en el mercado político. En el orden social corporativo los lazos de unión entre las corporaciones y el sistema político son muy estrechos y se hallan íntimamente entrelazados. Ello impide que en los actuales sistemas corporativos se dé, tal como ocurre en los sistemas políticos abiertos liberales, una división clara y estable del trabajo entre los grupos de interés, el Gobierno y los partidos políticos.

El resultado de todo ello es el desvirtuamiento, o incluso la casi desaparición, en la práctica, de un elemento básico de la teoría democrática liberal, cual es la idea de que la toma de decisiones políticas constituye una actividad reservada a los Gobiernos elegidos y a la Administración pública. Mientras la democracia tiene como objetivo el logro del interés general, la actividad de las organizaciones corporativas se asienta en la concertación de sus intereses particulares. De este modo, el neoliberalismo, que dice defender y representar los valores y fines del liberalismo, termina por constituirse, en definitiva, en su peor enemigo.

Gurutz Jáuregui es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad del País Vasco.

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