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El fin del trabajo

Con algún retraso porque estoy muy ocupado, he leído el libro de Jeremy Rifkin, El fin del trabajo, prologado por un blando y humanitario historiador del pensamiento económico, el profesor Robert Heilbronner. "¡No caerá esa breva!", me dije nada más terminarlo, pues yo, cuanto más informatizado estoy, más horas paso produciendo."Entramos en una nueva fase de la historia mundial, en la que será necesario un número cada vez menor de trabajadores para producir los bienes y servicios requeridos por la población mundial", avisa Rifkin. "En el pasado, cuando las nuevas tecnologías sustituían a los trabajadores de un sector económico, siempre aparecían nuevos sectores que permitían absorber a los trabajadores despedidos". Ahora es otra cosa y habrá que enfrentarse con "el declive de la fuerza de trabajo global".

Al hablar de los "bienes requeridos por la población mundial" como si constituyeran una cantidad dada, Rifkin generaliza indebidamente un fenómeno limitado. Es sabido que, cuanto más poseemos de un determinado bien, más rápidamente crece nuestro hastío del mismo, o como decimos los economistas, más se reduce la utilidad marginal que de él derivamos. Pero ello no es cierto de todos los bienes tomados en su conjunto. La humanidad se cansa de este o aquel bien en particular, pero es insaciable por cuanto se refiere a la posibilidad general de consumir; si no son bienes materiales, pues será ocio; si nos hartamos de alimento y bebida, buscaremos cultura, deporte o educación; si nos sobra riqueza, apeteceremos poder. Todos esos bienes hay que producirlos con recursos materiales, con servicios personales, con tiempo de dedicación. Dada la naturaleza del hombre, es imposible que la humanidad se sacie. Siempre hay demanda suficiente para consumir el conjunto de lo producido por la sociedad. Agradezco que el señor Rifkin conceda que las revoluciones industriales pasadas no resultaron en la reducción neta de los puestos de trabajo. Gracias a la tecnología y a la más amplia libertad económica, no necesitamos que un 70% de la población malviva de la agricultura para darnos sustento, como ocurría hace dos siglos en España: ahora abundan los alimentos con el esfuerzo del 6%. Entre tanto, la fuerza de trabajo se ha doblado al menos.

La reduccción espontánea del día de labor a siete horas y media, de la semana a cuatro días y medio, y del año a diez meses y medio no son la causa de que continúe habiendo puestos de trabajo, sino el efecto de nuestra productividad. La mayor riqueza nos ha dado la posibilidad de elegir entre trabajar más o aumentar nuestras horas de ocio, uno de los productos de consumo más caros y agradables que darse pueden. Por trabajar más horas no reduciríamos el empleo: aumentaríamos nuestra renta monetaria y demanda de bienes materiales a costa de reducir nuestro consumo de ocio y renta de bienestar.

La pregunta clave es si será distinto el efecto de la revolución tecnológica basada en las técnicas de la información y la comunicación. Cualquiera que haya sido la experiencia del pasado, ¿faltarán ahora puestos de trabajo si no tomamos medidas políticas para repartirlo?

Si se admite que nunca faltará demanda para el consumo de los bienes y servicios que una economía puede producir, lo crucial será que haya la flexibilidad suficiente para cambiar lo que en particular se produce, a medida que cambia la estructura de la demanda. Los hombres no se ponen sombrero, pero compran más ropa deportiva. Las familias van menos al cine pero más que lo compensan con horas ante la televisión. Los productores sabrán cómo se adaptan a los deseos del público, pero público siempre hay.

Permitanme una parábola impertinente. El invento del motor de explosión ha reducido los puestos de trabajo de los caballos y otros animales de tiro. ¡Pena que los caballos no hayan aprendido a conducir!

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