Convivencia y exterminio
Era en aquel Madrid de los últimos 70. Gobernaba Adolfo Suárez al frente de aquella certera improvisación, de aquel voluntarioso conglomerado, que fue la Unión de Centro Democrático. Por fin, la Constitución de 1978 había inaugurado la paz después de 40 años de victoria. Una victoria exhibida por quienes la habían expropiado a su favor y registrado a su nombre como un orgullo ventajoso. Una victoria que suponía al mismo tiempo mantener en la inferioridad humillante de la derrota a un amplio sector de la población, que, al amparo del tiempo, procuró en aras de la supervivencia camuflarse o acudir en socorro del ganador, salvo los que pudieron incorporarse a la España extraterritorial, la de los transterrados, o aquéllos que sobre el ruedo se arriesgaron para sostener valerosamente sus convicciones y defender abiertamente las libertades democráticas, atrayendo sobre sí la represión de la dictadura franquista. Empezaba la paz basada en el diálogo, con alguna dosis de inteligente escarmiento, con un propósito de concordia civil, en las antípodas de tan reiterados enfrentamientos ibéricos. Los hispanistas que se preparaban para dar cuenta de otro desastre, de ésos que producen ascensos académicos y éxitos editoriales, se sintieron defraudados. Los españoles abandonaron el paroxismo característico que les atribuye Julio Cerón y se comportaron con la lúcida frialdad de los ribereños del Báltico.Entonces, como siempre, la expectativa de alcanzar el Gobierno propició la impaciencia. El PSOE, en las elecciones de 1979, se sintió derrotado y quiso que fuera por última vez. Se confió en dos principios para obtener la victoria. El primero partía del supuesto de que frente a Suárez todo era más difícil. Así que se puso en marcha la operación de acoso y derribo al entonces presidente del Gobierno. Operación, todo hay que decirlo, generosamente secundada por algunos periodistas -léase Pedro Zola-, que se iniciaron así en la práctica del todo vale. Reconozcamos enseguida que dentro de la UCD estos planes encontraron entusiastas colaboradores que terminaron por pulverizar la formación. Pero, además, los socialistas antes de ganar buscaron como adversario principal un partido más a la derecha, Alianza Popular, que les permitiera apoderarse del centro y encontraron en. Manuel Fraga el candidato ad hoc capaz de ofrecerles todas las facilidades. Fraga era un imposible metafísico como inquilino de La Moncloa y esa condición le hacía idóneo para colmarle de elogios, como se apresuraron a hacer empezando por aquello de que le cabía el Estado en la cabeza. Sabían que el ensalzamiento de Fraga les dejaba sin competencia verosímil . La derecha parecía también decidida a volver con Fraga a lo de siempre, después del encantamiento suarista, sólo soportado por la necesidad de atravesar el mar rojo y del que deseaban deshacerse como del servicio doméstico una vez puestos a salvo en tierra firme constitucional sin presentar las cuentas del pasado.Adolfo Suárez carecía de un verdadero partido, pero, por encima de sus limitaciones, acreditó audacia y sentido del Estado. En ocasiones se comportó más como árbitro preocupado por la preservación del juego que como mero contendiente obsesionado por su particular victoria. ¿Pudo, por ejemplo, favorecer un PSOE más radical en manos de Gómez Llorente y Bustelo y, por tanto, mantener a los socialistas alejados de la posibilidad de acceder al Gobierno? En todo caso, Suárez no lo hizo; prefirió alentar como interlocutor a Felipe González, quien daba tanta verosimilitud al juego que llegó a alzarse justamente con la victoria en 1982.
Volvamos al momento presente. El PP de José María Aznar desde 1993 está siguiendo y agravando el esquema de sus predecesores socialistas. El PP ha vivido en la obsesión de romper el póster de Felipe González, objetivo que todavía pretende completar antes del Congreso del PSOE, convocado para los primeros días de junio. El propósito sobre el ex presidente es de exterminio y por eso se pronostica que la resistencia invocando legítima defensa llegará hasta el final. Sacar a González de La Moncloa se consideró insuficiente y el programa mínimo sigue siendo el de ingresarle en prisión. Al mismo tiempo, se procede a la incomunicación con el PSOE y se multiplican los reconocimientos políticos y cordiales a IU mientras su líder, Julio Anguita, se convierte en un habitual del nuevo decorado en las escalinatas del jardín., Con Anguita como alternativa, el PP batiría todas las marcas de permanencia en La Moncloa. Antes quedamos convocados al enfrentamiento.
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