La Columna
Hace unos años, estando en Shanghai, rodeado de mil millones de chinos, uno de ellos en medio de la calle me preguntó de dónde era yo. Al saber que era español, de pronto, aquel chinito se puso pinturero y me gritó: eh, toro, toro. A continuación, abrió el compás de las patas, metió la tripita, torció el morro con desgarro y me dio un pase de pecho seguido de un bajonazo. Y viendo que en lugar de embestir yo sólo le taladraba con una mirada de odio, el tipo levantó los brazos muy jacarandoso, arqueó los riñones y simuló que me clavaba un par de banderillas. Rematada la faena, siguió su camino riendo hasta perderse en el torbellino de la gente y yo me quedé apoyado en el pretil del río Whangpoo pensando en la unidad de destino en lo universal, que tratándose de un español consiste en ser toro o torero, según te vaya en la vida. Viajar tan lejos de casa para que un chino te pegue un pase como a un astado, sin duda, es una desgracia, pero aún es peor que en Canadá te tomen por un torero y esperen que vayas a dar la conferencia sobre el Siglo de Oro vestido de sota de espadas con calzas rosas y ese ataúd de astracán en la cabeza. Con el calor de la primavera se acerca una vez más el cosechón de cuchilladas, vómitos y descabellos que darán como fruto más de 50.000 toros taladrados cuya agonía será servida por televisión en primer plano. Las imágenes multiplicarán por un millón esta infame carniceria y gracias a este banquete de plasma, planetariamente los españoles seguiremos siendo unos especímenes humanos que se divierten torturando animales y que hacen sonar las charangas para alegrar semejante degüello. La fiesta nacional tiene mucho color: el rojo de la sangre es el más auténtico. Por mucho que se enmascare con un esteticismo hortera o con un flato poético, una corrida de toros en directo o en diferido es el espectáculo basura por excelencia, aunque lo presida el rey de España y le guste a algún chino. Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios: serás toro o matador.
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