El azar y la moralidad
Queríamos meter el mundo en un puño al tiempo que empuñábamos nuestro propio destino. Deseábamos reducir el imperio de la Necesidad ampliando el de la Libertad: transformar el Futuro en Proyecto, el Destino en Diseño. Aspirábamos a salir de lo ineluctable para alcanzar lo posible -"el hombre es lo que puede llegar a ser"- e incluso para conquistar lo imposible: "Pedid lo imposible", rezaba aquel eslogan del 68 tan propio de los infantes que no quieren dejar de serlo.Todo esto deseábamos, es cierto, o por lo menos creíamos desearlo. Pero ya de nuestro inmediato pasado nos llegaban dos inquietantes advertencias al respecto. Una decía: "Vigilad lo que deseáis..., porque lo vais a conseguir". Y la otra: "La desgracia del hombre jamás proviene del hecho de no ser dueño de su destino; este dominio, por el contrario, es lo que le haría absolutamente desgraciado".
El significado de estas profecías, que pudo parecer paradójico o críptico, se ha hecho hoy más claro que el agua. Comenzamos apenas a empuñar la antorcha de nuestro destino biológico o cósmico, y lo primero que sentimos es que nos quema la mano, que no sabemos como desprendemos de ella. En efecto: muchas cosas que estaban desde siempre en manos de Dios están y estarán cada vez más en manos del hombre. Dios nos daba los hijos y se llevaba nuestros abuelos; hoy vamos teniendo que decidir sobre el sexo de nuestros hijos o sobre la desconexión de nuestros abuelos antes de que la cura se transforme en tortura. Y ello es así por mucho que tratemos de sacamos las pulgas pidiendo que sea la Naturaleza, o la Ciencia, o el Especialista, o cualquiera otro Dios de ocasión quien tome tales decisiones. Javeh había creado el mundo y la selección natural se había encargado de fabricar las distintas especies, pero hoy esta selección natural se está transformando en un cultivo artificial. El propio destino del mundo está en nuestras manos, de modo que podemos aniquilarlo a discreción: bien rápidamente, con bombas, o, más parsimoniosamente, mediante la contaminación. De espectadores pasamos aquí a ser autores: nuestra cosmovisión se transforma en cosmodecisión. Y la necesidad de ejercerla no va a darnos respiro cuando lo que es hoy tecnología punta se banalice definitivamente. Necesidad de decidir sobre si nos reproducimos sexualmente o por partenogénesis; sobre el grado de diversidad biológica o genérica que deseamos mantener, etcétera.
Ésta es, pues, la cuestión: si la sexualidad pasa un día a ser una forma de reproducción optativa, si los varones son entonces dispensables (como lo son ya en un 85%) y si todas las especies resultan manifiestamente mejorables gracias a los cruces genéticos o a la estabilidad mitótica de los cromosomas artificiales, ¿cuánto sexo, cuántos varones, cuántas especies puras optaremos por conservar?, j quiénes van a ser, entre nosotros, los encargados de decidirlo? Hasta ahora Dios y las mutaciones adaptativas habían hecho el trabajo: hoy nos han pasado las herramientas.
No, no estamos todavía aquí.Pero los primeros atisbos de este horizonte han provocado ya una cascada de denuncias apocalípticas: "No la toquéis, que así es la vida". Por donde se ve que no es verdad que quisiéramos hacer de nuestro destino nuestra obra; más bien deseábamos no poder para poder desearlo impunemente. De ahí que apenas nos vemos con ese poder en las manos corramos a decir que no estamos preparados, que "no se nos puede dejar solos". Que Dios o el azar podrán no estar muy bien, pero que peor y más peligroso es mi vecino, o el mercado, o incluso el tener que hacerme yo corresponsable de la inevitable carnicería en la que andamos metidos. (Entre nosotros, sólo Bru de Sala, Gil Calvo y Miquel de Palol parecen salirse de este discurso).
Que uno pueda llegar a hacerse una réplica o clon de sí mismo, educado a su vez por uno mismo (o una réplica de su padre, a la que se encargue de devolverle la educación recibida), es algo que no se enfrenta (y menos se soluciona) limitándose a prohibirlo o a denunciarlo como un atentado a la dignidad humana. No es así como se conjura algo que responde a profundos y perversos deseos, es decir, a deseos específicamente humanos como lo son el de inmortalidad o el de venganza. Algo, además, que va a cambiar la idea misma que de la identidad, el derecho o la humanidad tenemos. De ahí que convenga discutir de los abusos posibles, ciertamente, pero también anticipar su previsible impacto sobre nuestros usos y creencias, sobre nuestra autopercepción y nuestros "reflejos" morales. Usos y reflejos formados todos ellos a lo largo de un extenso periodo en el que, desde el Neolítico, la distinción entre lo dado y lo manejable, entre lo que era natural y lo que era artificial, había aparecido como relativamente inalterable. La domesticación de plantas y animales provocó entonces el primer gran despegue histórico con el paso de la cueva a la cabaña, de la trashumancia al asentamiento, de la piel al lino, de la piedra a la cerámica (que permite la cocción de los alimentos, la reducción de la mandíbula y la ampliación del área craneal), de la horda a la tribu, del alimento ocasional al horario y la dieta fija, de la carroña a la incineración y el culto a los muertos. Hombres y dioses cambiaban de piel y de poco hubiera servido una ley o una regla que tratase de mantener los viejos hábitos o creencias limitando la reutilización de semillas ya cultivadas o el volumen de la cabaña estabulada.
Pero algo parecido es lo que proponen hoy muchos filósofos o legisladores ante ese nuevo Neolítico (más propiamente neogénico) que se nos avecina, y en el que el propio patrimonio genético pasará a estar en nuestras manos. Hemos penetrado el núcleo del átomo y estamos hoy penetrando en el núcleo de la vida. Nos creíamos instalados en el asiento trasero de nuestra identidad cósmica o biológica y ahora resulta que nos encontramos en el volante. ¡Qué susto, Dios mío!
Pero poco vale pedir que nos siga conduciendo Dios o el Destino: un nuevo, inmenso territorio se desprende del reino del azar y entra en el de la moralidad. Incluso los grados y formas de aleatoriedad habrá ahora que asumirlos y programarlos. Somos cautivos de nuestra propia competencia por la que recreamos aquello que sólo queríamos representar, o transgredimos el orden natural que sólo pretendíamos reparar. Ahora bien, responder a todo ello haciéndole ascos a las réplicas humanas o anatematizando los productos transgénicos no es sino un síntoma de nuestro miedo a la libertad y nuestra busca de la inocencia perdida. Es haber desoído las advertencias de Wilde y Kierkegaard para seguir porfiando como hombrecitos que juegan a Superman porque no se atreven a imitar a Proteo. Es no creer a la humanidad capaz de asumir su propio poder. ¿Pero dónde, dónde queda entonces el Proyecto Ilustrado que debería mostrar aquí su temple? ¿O es que desde siempre sabíamos que no era más que eso: una "ilustración" recreativa y marginal en la gran enciclopedia de nuestras tan queridas como cultivadas incompetencias?
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