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Servir a dos señores

El temprano anuncio -confirmado ayer ante el Parlamento vasco- del lehendakari Ardanza acerca de su renuncia a presentarse como candidato del PNV en las próximas elecciones autonómicas (de obligada celebración antes de que concluya 1998) ha suscitado un madrugador debate sucesorio. Diputado general de Guipúzcoa desde 1983, Ardanza fue designado presidente del Gobierno vasco en enero de 1985 no por la voluntad de las urnas, sino por las luchas internas del PNV que desembocaron en la dimisión de Garaikoetxea. Tras ese primer mandato, Ardanza sería el candidato del PNV en 1986, 1990 y 1994, disputando con éxito la hegemonía del nacionalismo sabiniano a la escisión de Eusko Alkartasuna liderada por el defenestrado Garaikoetxea; en las tres ocasiones, sin embargo, necesitó los votos de otros partidos y tuvo que formar gobiernos de coalición para continuar siendo lehendakari.

Durante estos trece años, el prudente Ardanza ha logrado armonizar lo que su predecesor no supo o no pudo conciliar: sus responsabilidades institucionales como presidente del Gobierno vasco y su lealtad como militante. De un lado, el Estatuto de Guernica confía al lehendakari "la mas alta representación del País Vasco y la ordinaria del Estado en ese territorio"; de otro, es frecuente que significados portavoces del PNV muestren un frío desapego por la Constitución, desvaloricen la autonomía del presente en nombre de la independencia del futuro y proclamen su hostil desconfianza hacia ese Estado que los propios nacionalistas encarnan como titulares de la Comunidad Autónoma, de las tres diputaciones y de numerosos ayuntamientos y como gestores de cientos de miles de millones.

Esa necesidad de servir a dos señores (escéptica con el mandato evangélico y alejada del espíritu ignaciano de los dirigentes mas tradicionales del PNV) es de instrumentación complicada. La conciliación entre las diferentes exigencias del mandato ciudadano y de la lealtad partidista queda facilitada cuando el líder de una formación victoriosa en unas elecciones ocupa al tiempo la presidencia del Gobierno: los efectos multiplicadores de la centración del poder temporal del Estado y del poder ideológico del partido en las mismas manos quedan bien ilustrados con los ejemplos de González y Aznar. El PNV, sin embargo, no sólo prohibe esa acumulación de las presidencias del partido y del Gobierno en una misma persona, sino que además otorga a los dirigentes de la organización una posición de clara superioridad respecto a los cargos electos.Ese modelo de división del poder entre los dirigentes de un partido y los gobernantes procedentes de sus filas pretende en teoría frenar los abusos de los unos y de los otros; en la práctica, sin embargo, la bicefalia suele resultar disfuncional. La correlación de fuerzas designa al vencedor en caso de conflicto: tras la dimisión de Suárez en 1981, la experiencia de encargar al malogrado Rodríguez Sahagún la presidencia de UCD y a Calvo Sotelo la jefatura del Gobierno acabó para el partido centrista como el rosario de la aurora. En el PNV, en cambio, el desafío del lehendakari Garaikoetxea fue sofocado de manera implacable por Arzalluz, líder inexpugnable de la organización nacionalista desde 1979 (los mandatos intermedios de Sodupe y de Intxausti sirvieron sólo para cubrir las formas reglamentarias). De ahí que la candidatura de Atutxa como sustituto de Ardanza, lanzada por un ex diputado general de Vizcaya, tendría escasísimas posibilidades de ser respaldada por la dirección del PNV aunque contase con el apoyo de la mayoría de, sus votantes y del resto de la sociedad vasca. Porque Arzalluz sigue fiel al espíritu ignaciano de las dos banderas y al mensaje evangélico de no servir a dos señores: desde ese punto de vista, probablemente sería peligroso designar lehendakari a un militante del PNV capaz de sobreponer en caso de conflicto sus deberes institucionales a la obediencia exigida por los dirigentes del partido.

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