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Las encuestas y las urnas

Durante las últimas semanas se ha producido la sólita floración de encuestas primaverales en un buen número de medios de comunicación. Como no es menos sólito, una buena parte de los comentarios a que las mismas han dado lugar gira en torno a las perspectivas electorales de unos y otros, extraídas básica -cuando no exclusivamente- a partir de las intenciones de voto que en las encuestas se manifiestan, o incluso en las estimaciones de resultado electoral que un buen número de ellas incluyen.Mi propósito en este artículo es expresar una opinión crítica acerca del valor predictivo que el indicador de intención de voto tiene en una coyuntura como la actual de nuestro país. En concreto, mi punto de vista es que un eventual pronóstico electoral en este momento no puede alimentarse sólo (ni principalmente) de intenciones explícitas de voto. Intentaré exponerlo de forma asequible, huyendo de tecnicismos sociológicos o estar dísticos.

Hay dos temas diferentes en la discusión. Uno, el de si es o no pertinente la operación de estimación de resultado electoral (esto es, ofrecer una hipotética distribución del 100% de votos) a partir de encuestas realizadas en una coyuntura interelectoral como lo es la presente. Otro, aún más general, concierne a la interpretación de las intenciones de voto que se expresan en momentos como éste, y qué otros ingredientes de opinión pueden complementarlas a la hora de trazar un mapa de posibilidades electorales de los diversos partidos.

Sobre lo primero, la pertinencia del ejercicio de estimación del resultado electoral, vaya por delante que mi punto de vista crítico no significa que me parezca una operación condenable, ni mucho menos que ponga en duda la competencia ni la integridad profesional de los estimables colegas que la realizan. Creo, sin embargo, que en coyunturas como ésta aportan más confusión que claridad.

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Ello es así por un doble motivo. En primer lugar, porque las operaciones de estimación se basan no sólo en las intenciones explícitas de voto (aunque éste sea su ingrediente central), sino también en las expresiones de preferencia política más débil de quienes no declaran una intención explícita (lo que llamamos la simpatía, que suele sumarse a la intención declarada), y, además, en algún indicador sobre la movilización electoral (quiénes van a votar y quiénes van a abstenerse). En una época no electoral, probablemente, la simpatía mide más afinidad ideológica que proclividad electoral y, sobre todo, los indicadores sobre movilización electoral o no existen o son de un valor muy relativo. De donde resulta que, a la postre, las estimaciones están cocinadas con menos ingredientes de los que el guiso reclama. A ello se une un inconveniente práctico mayor (ciertamente, no en todos los casos, pero sí en la mayoría), y es el de que las estimaciones sustituyen los indicadores brutos de preferencia electoral (la intención de voto, la simpatía), lo que implica que ocultan información interesante (por ejemplo, el porcentaje de gente que no declara intención de voto por ningún partido, o los que dicen que no van a votar) para poner de manifiesto otra que, desde mi punto de vista, tiene menos interés.

En segundo lugar, y ello se refiere ya al tema general, de qué alcance hay que dar a las intenciones de voto en momentos como éste, porque, a mi juicio, el trasfondo psicológico de una respuesta a la pregunta "si mañana hubiera elecciones, ¿a qué partido votaría ... ?" es radicalmente distinto cuando ese mañana que la pregunta evoca es completamente ficticio (por ejemplo, en una encuesta hecha ahora) que cuando es un mañana si no literal, sí verosímil, es, decir, cuando las elecciones están ya en la agenda mental de la gente, cuando existe ya un clima electoral, con independencia de que las elecciones estén o no formalmente convocadas. Fuera de un contexto electoral, las respuestas a la pregunta de intención de voto no expresan tanto la previsión del que responde acerca de lo que se propone votar (porque, de hecho, no se lo ha planteado), sino, de modo básico, su juicio de síntesis sobre cómo están haciendo sus papeles respectivos el' Gobierno y la oposición, tamizado (a veces, muy fuertemente) por factores tales como la identidad política y la lealtad partidista.

Ello, en suma, viene a implicar, en mi criterio, que cualquier cálculo de las posibilidades electorales "reales" de los distintos partidos basado sólo en estos datos de encuesta pecaría de parcial y, en su caso, podría dar lugar a decisiones no bien fundadas. La ausencia de contexto electoral limita el valor predictivo de los indicadores y los hace inservibles como base exclusiva de un pronóstico electoral. Acabamos de tener una prueba casi "de laboratorio" en Francia: la propia convocatoria electoral (en un momento en que casi nadie fuera de los círculos de la élite política y mediática la esperaba) ha cambiado signiflicativamente (en este caso, a favor de la actual mayoría gubernamental) las intenciones de voto respecto a las encuestas de apenas una semana antes.

Dos preguntas parecen surgir de este planteamiento. Una, si las intenciones de voto no "valen" por su valor facial, ¿para qué sirven entonces? Otra, conexa con la anterior, ¿hay indicadores de mas fuerza predictiva sobre el comportamiento electoral que permitan fundar hipótesis más sólidas sobre qué pasaría en un supuesto "real"?

Evidentemente, las intenciones de voto son informativas en todo momento. En estas situaciones no electorales "avisan" de cataclismos políticos (por ejemplo: crisis de UCD 1980-1982), identifican también fenómenos inversos (por ejemplo: el ascenso del PSOE en los mismos años), alertan sobre reacciones negativas de la opinión a medidas puntuales de Gobierno (el Tax poll británico del final de los años de Margaret Thatcher sería un buen ejemplo) o, inversamente, reflejan el eco favorable de alguna decisión gubernamental o algún evento partidista (por ejemplo, las intenciones de voto de los partidos que celebran un congreso suelen aumentar significativamente en esos días). Pero es preciso saber "leer" esas intenciones en su contexto y evitar cualquier literalidad en su interpretación.

En cuanto a los datos no directos que se deben considerar a la hora de calibrar las posibilidades electorales de los partidos fuera del contexto electoral, algunos son evidentes: clima político y económico (ingredientes del llamado Feel good factor al que tanto peso se otorga en el voto de la gente), valoración del Gobierno en áreas críticas (economía, servicios sociales) y también, por supuesto, valoración de los líderes y las autodefiniciones ideológicas de los electores. De ese mix adecuadamente ponderado puede salir una hipótesis electoral mejor fundada que otra que se basara sólo en las intenciones explícitas de voto.

Un ilustre colega británico, Bob Worcester, se ha referido recientemente a los diferentes fenómenos de conciencia pública y a las relaciones que se dan entre ellos con una metáfora sugestiva. Para distinguir entre opiniones, actitudes y valores, dice Worcester que "las opiniones son las ondas de la superficie de la conciencia pública, poco profundas y fáciles de cambiar; las actitudes son las corrientes que operan bajo esa superficie, más profundas y fuertes; y los valores son las mareas profundas del estado de ánimo social, lentas en cambiar, pero poderosas". En un momento como éste, las intenciones de voto funcionan mayoritariamente en el nivel más superficial. Sobrevalorarlas puede llevar a tomar por un maremoto el efecto de una piedra lanzada sobre las tranquilas aguas de un estanque...

José Ignacio Wert es sociólogo y presidente de Demoscopia, SA.

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