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'Escritor sin mandato'

Uno de los síntomas más alarmantes del mal que corroe a nuestras sociedades técnicamente avanzadas y moralmente vacías es la desaparición paulatina, próxima ya a la extinción, de la figura del intelectual surgida de Víctor Hugo a Zola en la segunda mitad del siglo XIX y desenvuelta en las entreguerras de la centuria siguiente, una rarefacción que debería inducir, en palabras de un humorista anónimo, a su discreta inclusión por las organizaciones ecologistas en su catálogo de especies protegidas.Concluida la guerra fría con el derrumbe estrepitoso de los regímenes comunistas, los intelectuales de los dos bandos parecen haber perdido de golpe argumentos y voz. Unos se han callado, intentan disimular el pasado o proclaman su desengaño a gritos con ánimo de congraciarse con el vencedor; otros asisten en silencio a la transformación de los ideales éticos y democráticos que sostenían en meras cotizaciones bursátiles al servicio de los intereses del ubicuo capital financiero y sus proyecciones tentaculares.

¿Vivimos, tras la derrota del nazismo y el comunismo, en un mundo tan justo y perfecto que excuse semejante silencio ante la vertiginosa devaluación de los principios de la Revolución Francesa avalados por la Carta de las Naciones Unidas, la lucha despiadada por el poder político, económico y cultural, la abdicación de toda responsabilidad personal y la indiferencia al sufrimiento y miseria irremediables de la gran mayoría de la especie humana? La bestialidad de las limpiezas étnicas, las matanzas fríamente programadas, el saqueo de naciones enteras por sus propios gobernantes no conmueven ya a la nueva clerecía que medra a la sombra de los poderes supuestamente democráticos. Dicha casta de mandarines anda demasiado ocupada, a decir verdad, en barrer bajo la alfombra cuanto perturbe o amenace sus privilegios, saludar como novedad gloriosa cualquier refrito o copia, promocionar con mentalidad empresarial la multiplicación de remunerativos y rimbombantes congresos y regular la distribución de prebendas en función de la mayor o menor adaptación del sujeto premiable al canon exigido como para perder el tiempo en algo que no sea inmediatamente rentable. El escritor sin mandato del que hablaba recientemente Günter Grass (La soledad de capitalista, EL PAÍS, 8 de marzo de 1997), esto es, el que frente a los innumerables defensores de intereses particulares, gremiales o nacionales, asume un internacionalismo apátrida que le sitúa extramuros de ellos, se enfrenta así al ponzoñoso rencor de quienes se amparan en sus fratrías, academias, grupos de presión y puestos oficiales para desterrar o combatir con todos sus medios la belleza insurrecta, la desestabilizadora invención y, consecuentemente, la crítica mordaz de sus valores decrépitos.

Cuanto ocurre en España -en donde el fanatismo y la violencia ciega de un ultranacionalismo de calidad conduce inexorablemente a la ruina y guerra civil en el País Vasco-, y fuera de ella -recientemente en Bosnia y Chechenia y todavía hoy en Argelia, Palestina, Albania, Kurdistán, Ruanda, Zaire y un largo etcétera- no interesa demasiado al nuevo intelectual posmoderno, cómodamente instalado en el escalafón y con la vista puesta en sus posibilidades de escalo a una jerarquía superior y más retribuida. Hojear las meditaciones semanales o diarias de cualquiera de esos farautes revela al punto su superficialidad y arrimo calculado a los gustos e ideas del público, su pereza intelectual y afán de agradar arropados en una vaga y ripiosa jerga humanista. Demasiado absortos en la autopromoción y el movimiento oportuno de sus fichas en el tablero de ajedrez en el que forjan sus carreras, huyen con el mismo pavor de toda innovación literaria y compromiso político de allende los límites trazados por el gremio. La defensa del puesto alcanzado en la lista de campeones de venta y del territorio mediático a duras penas conseguido les empuja a confundir sus intereses con los de la humanidad entera. El narcisismo, propensión a la vanagloria, y esa destreza social oportunista y matrera que deslumbran y confunden a quienes los rodean desbaratan en cambio su rigor intelectual, literario y humano: el conformismo ha sido, es y será siempre el peor enemigo del talento.

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"No es fácil expresar la pertenencia en forma de negación", señalaba el escritor -ayer yugoslavo y hoy croata, víctima del nacionalismo radical de Milosevich y Tudjman - Predrag Matvejevich, sintetizando magistralmente la incomodidad y suspicacia engendradas por quien osa nadar a contracorriente, somete a crítica los valores oficiales y rehúsa convertirse en un bien nacional. En efecto, no es nada fácil, sobre todo en Estados con un pasado mítico elevado a la categoría de esencia, como lo son Croacia, Serbia, Grecia y también esta España inventada por Menéndez Pidal y otros historiadores castizos. El escritor que lo haga acepta el riesgo de concitar en contra suya la inquina y el apiñamiento protector de quienes defienden con uñas y dientes su territorio y puesto, ya sea en el campo de la política, historiografía, filología o literatura.

Evocar, por ejemplo, los límites y fracasos del llamado proceso de transición a la democracia -la ocultación sistemática del papel desempeñado por quienes, dentro o fuera de España, combatieron la dictadura, ya fueran del PSOE, PSC, felipes o del PCE; la transformación descarada de franquistas de rancia estirpe en "demócratas de toda la vida"; el conformismo creado por la victoria del nuevo partido heredero de las siglas del que fundó Pablo Iglesias, la falta de audacia, generosidad e imaginación en el esquema constitucional de las autonomías históricas, etcétera- ha sido considerado hasta hoy como un despropósito, por no decir un crimen. La memoria de la lucha democrática contra el régimen de Franco cayó así en el olvido y con el pretexto de que teníamos un Gobierno decente - los famosos "cien años de honradez"-, mucha gente perdió la decencia. Luego descubrimos poco a poco que el Gobierno de González no era tan decente como imaginábamos, pero el mal estaba hecho. La consecuencia de estos silencios y mangoneos la pagamos hoy con un Gobierno del Partido Popular que, tras su máscara civilizada y de centro, coloca a figuras de la derecha autoritaria o golpista en los puestos de responsabilidad, sin tomarse siquiera la molestia de disfrazar su pasado.

La espiral de barbarie que asuela el País Vasco, la creciente tensión con Cataluña, el desprestigio de la clase política salpicada por una sarta interminable de escándalos, la inquietante reaparición del terrorismo de Estado, la arrebatiña feroz entre grupos empresariales y mediáticos, las alcaldadas, virajes y patinazos de Aznar configuran un horizonte en el que se acumulan y adensan nubarrones a veces similares a los del bienio negro de la Segunda República. En medio de todo ello, una izquierda a la altura de los tiempos -purgada de su autoritarismo y pasadas aberraciones- brilla por su ausencia. Las más bien escasas voces críticas no convencen a nadie por su falta de auténticas credenciales y, por consiguiente, de credibilidad. Confundir a nuestros tertulianos rojos, tan duchos en la autocomplacencia y piropo, con un Günter Grass o un Chomsky sería una broma de mal gusto en nuestro desolado páramo lunar.

Si en el campo político cabía alguna ilusión propiciada por la actitud del Rey, la valentía de Suárez y el rancio prestigio que aureolaba a los socialistas, no hubo en el ámbito de la cultura ninguna posibilidad de engaño: los que tenían la sartén por el mango la cedieron a amigos y discípulos, aseguraron el continuismo por cooptación. Poco, muy poco cambió en los estamentos académicos y el espacio universitario. La obra innovadora y crítica de los exiliados, ya desaparecidos -Américo Castro, Vicente Llorens, Ferrater Mora, García Bacca, por citar unos cuantos-, ya reacios a adaptarse a la horma -su nombre está en la mente de todos-, fue marginada con envidiosa cicatería. La visión romano-visigótica o latino-eclesiástica de nuestra cultura medieval y el Siglo de Oro, canonizada por Menéndez Pelayo y la nebulosa generacional del Noventa y Ocho se perpetuó en las aulas y manuales de enseñanza; la filología oficial subsistió en estado de hibernación. Quienes trataban de expresar su pertenencia en forma de negación, prohibidos o silenciados durante el régimen anterior, siguieron marcados con la etiqueta de anómalos y tornadizos, influidos por las ideas disolventes de Castro, María Rosa Lida o Gilman. Esta vez, el distanciamiento no era estatal ni impuesto: venía del núcleo de los programadores oficiosos y de quienes aspiraban a integrarse en él. Como advierte muy bien Edward Saïd, "el problema particular al que se enfrenta el intelectual es la existencia, en toda sociedad, de una comunidad lingüística configurada por un tipo habitual de lenguaje y una de cuyas principales funciones estriba en mantener el statu quo y actuar de modo que las cosas transcurran sin choque, como verdades incontrovertidas y por supuesto inmutables".

¿Cabe mejor descripción de nuestra vida cultural posmoderna y del criterio vigente en su magnánima distribución de títulos de solvencia a prorrata entre politólogos, historiadores, filósofos, escritores y artistas? Las débiles tentativas de engarzar con la tradición crítica liberal del siglo XIX y con la que propició la victoria efímera de la Segunda República se estrellaron contra la inercia heredada del régimen de Franco y sus hafices mostrencos. Los regidores del saber premiaron a Luis Rosales y no a Bergamín, ignoraron la obra de Rosa Chacel y acaban de coronar al benemérito censor de Cernuda y mediocre perpetrador de poemas José García Nieto. Acallado el griterío en tomo a la ejemplaridad universal de nuestra Gloriosa Movida Madrileña, el campo ha quedado expedito para la lucha, o, por mejor decir, boxeo americano por parcelas de poder, laureles y espacios mediáticos en una ceremonia de la confusión en la que, en razón de la ausencia real de valores, todo vale.

¿Qué puede decir, en medio de tal mercadeo y subasta, un escritor sin mandato y con la esperanza de ser oído? Lo que escribieron en su día Blanco White, Clarín y Cernuda se ajusta como vitola de habano a lo que algunos, muy pocos, denuncian hoy. La concepción patrimonial del saber, la enseñanza como un sistema jerárquico, el reparto de títulos o cátedras en función del acatamiento a la norma, el aplauso a las obras de venta fácil y originalidad nula son responsables de un vertiginoso salto atrás: antes, durante el franquismo, la cultura aparecía como un arma frente a la persistencia asfixiante del pasado; ahora, para una mayoría de españoles, es vista como una antigualla o fardo respecto a la desalmada competitividad que marca el futuro. ¿Qué está ocurriendo en nuestro ilusionado y quizá ilusorio país de nuevos ricos, nuevos libres y nuevos europeos? Tras la vertiginosa inflación triunfalista de la década de 1982-92, asistimos, en un clima general de desaliento y resignación, a la decrepitud galopante de instituciones, ideas y del lenguaje que las sustenta; al renacimiento de los viejos demonios ultranacionalistas y autoritarios; a la reventa, con etiquetas nuevas, de mensajes raídos y apolillados. Semejante desplome debería incitar a una reacción defensiva frente a la sumisión de la ética, la política y todas las artes a los imperativos del canon monetario y, en consecuencia, frente al paso de una Europa fundada en unos valores comunes, a una Europa unida únicamente por su moneda e indiferente a las crecientes desigualdades y sufrimientos de los pueblos de dentro y fuera de sus fronteras: los albaneses que describí en mi novela La saga de los Marx vuelven a desembarcar en las playas de Italia huyendo de sus utopías deshechas. Desgraciadamente, la política se reduce a una serie de expedientes paticojos para ganar tiempo. Las clases dirigentes de esta Europa a la que unimos nuestro destino en 1986 se contentan con una seudocultura del espectáculo que distraiga a sus pueblos de los males que la corroen y peligros que la amagan. El adiestramiento en la tecnología más avanzada y la manipulación del ciberespacio no exigen, según los responsables de la política de educación, el requisito de una formación humanista. La ofensiva contra la instrucción y conocimiento de las lenguas clásicas -entre las que, muy significativamente, no figura el árabe- y contra la obligatoriedad de la literatura en los centros de enseñanza media son indicativos alarmantes de la desposesión progresiva del ser humano de sus facultades más nobles: la conciencia crítica respecto a sí mismo y al mundo que le rodea, el amor a las artes y a toda forma de saber desinteresado. De ahí el éxito creciente de la llamada "industria cultural" o, mejor dicho, mediática: la proliferación, aplaudida como evento -reproduzco la lamentable palabreja común a estos casos de filmes, novelas y ensayos más o menos filosóficos, cuya musiquilla suena familiarmente en los oídos del lector o espectador, como esas melodías que uno no sabe bien si son de Gershwin, Sinatra o Julio Iglesias, destinadas a arrullar la vacuidad o inculcada idiotez en los vestíbulos y ascensores de los hoteles de cinco estrellas.

Abramos los ojos a la magnitud de las tragedias que televisionamos a diario, e indaguemos las que, más o menos ocultas, suceden junto a nosotros. Sólo los escritores sin mandato tienen la posibilidad de señalar, aun con sus flacos medios, el rumbo desastroso de los acontecimientos que amurallan el horizonte y obstruyen la percepción correcta del cómo y el porqué de lo acaecido.

Juan Goytisolo es escritor. Este es el texto de su intervención en la mesa redonda sobre El intelectual y el poder celebrada en la New York University, el pasado abril, junto con Susan Sontag y Edward Said.

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