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¿Las reformas imposibles?

¿Puede reformarse actualmente nuestra sociedad o hay que admitir que vivimos el triunfo de la mundialización capitalista y que no hay otra respuesta posible que la denuncia, el rechazo absoluto o incluso el apego a un pasado reconstruido míticamente? ¿Se podían proponer reformas en 1840 o en 1860 en el Reino Unido en Francia? Evidentemente, no. Aparte de algunos filántropos, a los que los humanitarios de hoy se asemejan, y a excepción de quienes participaban en la revolución capitalista para dirigirla o sufrirla, no podía haber sino utopistas, y sobre todo denunciadores de aquella modernidad salvaje, como Lamennais a comienzos de siglo o Georges Sorel 50 años más tarde.Desde hace 20 años vivimos una segunda revolución capitalista que se ha llevado por delante no sólo los discursos reformistas, sino también todas las fuerzas que habían conseguido transformar el capitalismo industrial en democracia industrial y posteriormente en Estado de bienestar. Los sindicatos han desaparecido o están a la defensiva, y los partidos socialistas y socialdemócratas también acaban de desaparecer. En Estados Unidos, Clinton, cuya primera campaña había sido moderada, quiso retomar algunas ideas de izquierda tras ser elegido, pero sufrió una importante derrota en las elecciones de mitad de mandato; entonces volvió al centro y realizó una segunda campaña incolora y moderada, lo que le permitió salir elegido fácilmente. En el Reino Unido se ha vuelto casi imposible decir qué es lo que separa el programa de Tony Blair del de John Major, y si el primero tiene todas las posibilidades de triunfar es porque los ingleses no temen un cambio de política económica y esperan que se tratará mejor a quienes han sido arrojados a la precariedad.

El caso más interesante es el de Francia. Si el Partido Socialista permanece en silencio y parece incapaz de ejercer el poder, hasta el punto de retroceder en los sondeos, es porque está atrapado en una contradicción que lo asfixia. Es realista económicamente y sabe bien que hay que respetar el Tratado de Maastricht y crear la moneda única, pero también querría defender un programa de reformas sociales. Sin embargo, en cuanto mantiene ese discurso es arrollado por las defensas corporativistas más conservadoras, procedentes tanto del sector privado como del público. Su impotencia demuestra que en Francia no es posible un programa de reformas modernas, y tampoco lo es en la mayoría de los demás países. Si esto es cierto desde el punto de vista político, lo es aún más desde el punto de vista intelectual. En los países que conocen la revolución capitalista más fuerte, EE UU y el Reino Unido triunfa el desconstructivismo posmodemo, un cuestionamiento radical del racionalismo y progresismo occidentales, lo que permite a la pluralidad de culturas desarrollarse -un hecho positivo-, pero de una forma que hace imposible responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo pueden las culturas y los grupos sociales comunicarse entre sí y convivir? ¿Existe entre el culto a la mundialización y los anatemas posmodemistas una Atlántida política, social e intelectual, un continente social desaparecido bajo las aguas, como el continente de la leyenda?

Sé lo que esta visión tiene de excesivo, o más bien quiero creer que es excesiva, y que es posible y necesario recrear mediaciones sociales y políticas, intelectuales y prácticas, entre el universo del mercado y lo que los estadounidenses llaman identity politics. Pero no basta decir "hay que..." o "esperemos que...", y ni siquiera proponer un pensamiento lo más elaborado posible que pudiera servir de punto de apoyo intelectual a quienes desearan reconstruir una sociedad que hoy está rota y fragmentada en lo económico y en lo cultural. Actualmente es necesario reconocer que estamos perdidos en la tempestad capitalista, al menos en el mundo occidental. En otros lugares, el liberalismo económico, el nacionalismo cultural y la política autoritaria se alían entre sí, pero es a costa de la democracia. Lo que se llama Occidente, desde Europa central hasta América Latina, un mundo al que también pertenecen Corea del Sur, Taiwan e incluso Japón, rechaza esas soluciones nacionalistas e Intenta hacer vivir la democracia como medio de combinar la movilización centralizada de los recursos económicos con el respeto a la diversidad social y cultural. ¿Pero existe realmente esa democracia, o acaso no es más que la reducción del poder político exigida por el triunfo de los intereses económicos, algo que ya fue la concepción liberal que reducía al Estado al papel de vigilante nocturno mientras daba rienda suelta a los apetitos de los financieros?

A decir verdad, en esta preocupación por la democracia es donde puede encontrarse el camino de una nueva esperanza. Es evidente que la izquierda ya no puede proponer reformas sociales; en todo caso, puede defender la seguridad social, pero no tiene ningún interés en luchar contra las privatizaciones o la desaparición de los corporativismos ni en aceptar el déficit del sector público. En cambio, debe apoyarse en la idea de ciudadanía: luchar contra la marginación y contra el racismo, por la educación y por disminuir las desigualdades sociales. No es la clase media pública la que puede inspirar esta nueva política, sino más bien una voluntad propiamente política de reducir lo que Jacques Chirac llamó fractura social y que, por lo demás, no ha dejado de agrandarse desde su llegada al poder.

Hay que salir a toda costa del duelo entre economistas liberales e intelectuales radicales, dos grupos que, por otra parte, no se estorban mutuamente, ya que los liberales ven con satisfacción cómo el descontento adopta una forma no realista, mientras que los intelectuales radicales prefieren denunciar a los ultraliberales antes que comprometerse con propuestas que les obligarían a modernizar su discurso y, sobre todo, a creer en la posibilidad de acciones positivas, que, por definición, siempre son reformadoras.

¿Tendremos que esperar tanto como en el siglo pasado para limitar la brutalidad de las revoluciones capitalistas? Lo que retrasa esa recuperación es, sin duda, la voluntad de lucro de los grupos económicos y financieros, pero también, y al menos en la misma medida, la ausencia de un auténtico espíritu de reforma, ya que éste está recubierto por la defensa de los intereses adquiridos por las clases medias -sean estos intereses respetables o no-, una defensa que paraliza toda política activa de integración social por lo mucho que los recursos del Estado son absorbidos por estas luchas defensivas. Y puede que sea todavía más importante que, en el terreno intelectual, dejemos de deleitamos en un fundamentalismo que es tan conservador en los hechos como radical en las ideas.

Alain Touraine es sociólogo y director del Instituto de Estudios Superiores de París.

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