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Partidos y debate político

Los partidos políticos reconocidos en la Constitución en su artículo 6 son, hoy por hoy, el mejor vehículo para el ejercicio de la democracia; al menos no conozco otro que resuelva mejor el problema de la transformación de las voluntades de los electores en buen funcionamiento de los órganos políticos. Fueron prohibidos durante la dictadura, y duramente perseguidos; y no poca gente padeció hasta la ejecución por la pertenencia a alguno de ellos. Lo que, con frecuencia, produce un cierto pudor al juzgarlos.Los partidos buscan el poder político, y para eso están; y lo buscan para ejercerlo con las ideas y decisiones que les son específicas y con las personas que les son propias; lo que es normal. Identifican el bien público con la actuación a su modo, y con sus criterios y gentes; lo que también es lógico, pues para ellos no hay mejor manera de gobernar que la que ellos, y no los demás, proponen. De ahí que busquen el poder "a toda costa", pues el sumo bien público es la presencia del propio partido en el poder. Se entiende que en ese "a toda costa" no se comprenden ¡legalidades de cualquier signo, de las que no voy a hablar, sino de otros problemas.

Uno de ellos es la disociación entre palabra pública y palabra privada; paso por alto el múltiple lenguaje, según el destinatario del discurso; me refiero a que los mensajes públicos que envían los partidos o sus miembros con frecuencia no coinciden con las opiniones "políticas" que comunican cuando hablan en privado y en confianza, lo que se realiza para no desencantar a la clientela política y a los previsibles votantes. Hay una tendencia a este tipo de distorsión; la razón es obvia: no vayamos a perjudicar nuestra fuente de poder, porque lo mejor es que lo tengamos nosotros, y qué más da la reserva mental como mecanismo de autodefensa. Y también parece lógico.

Lo que comporta siempre la simplificación del mensaje, que ya resulta alucinante en las campañas electorales, y puede deslizarse a la mutación del mensaje político en manipulación de mentes y voluntades, pudiéndose llegar a situaciones en que el discurso poco o nada tiene que ver con la realidad en la que se sustenta.

A su vez, esta dualidad mental se traslada a todos los militantes y asociados del partido, que, todo lo más, podrán discutir sus reservas en privado, pero será deslealtad, cuando no traición, expresarlas en público. A esto se llama disciplina, una organizada supresión de los efectos públicos de la funesta manía de pensar de algunos miembros de la fratría. Y así, un poco más allá, se llega a una solidaridad excluyente de quienes no están dentro, con los que, en casos extremos, es peligroso hasta hablar; porque los jefes son desconfiados y pueden incubar la fundada sospecha de que el sujeto que no siente al otro como enemigo es un peligro para la tarea común, la conquista o mantenimiento del poder, el supremo bien público. En los casos de mayor generosidad y desprendimiento se llega a admitir la productividad del debate interno, y se entiende como tal el debate secreto, no público. Así se puede llegar al partido-secta, o algo parecido.

Lo que más llama la atención es que, por estas vías, se logra el más mísero empobrecimiento del debate público, al menos por lo que concierne a la participación en él de los partidos, en este proceso de simplificación falseadora en la que intervienen muchos por cada partido, pero como si fueran la perenne repetición del militante modelo oficial.

En el trasfondo de todo lo cual hay una desconfianza en la solidez mental de los destinatarios de los mensajes, una implícita fe permanente en la ignorancia y simpleza del auditorio. El cual, para hacerse una idea aproximada, tiene que especializarse en la tarea de sacar de mentira verdad, de rastrear realidades entre las desfiguraciones que le machacan, de buscar sutiles interpretaciones que prescindan del velo del discurso oído, de hacerse su composición de lugar en medio del ruido. A veces se pasan, pues entre tanta farfolla dialéctica mucha gente acaba por no creerse nada, por sumergirse en la más distante indiferencia. A fuerza de dar mensajes para presuntos idiotas, éstos se han de transformar en arúspices expertos; o han de entregarse a otras formas de adivinación, al olfato, o a otro mecanismo que supere la obnubilación que acecha su mente. Es difícil practicar democracia desde la calle, cuando los partidos tienden a arreglárselas para que la gente piense poco.

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