Shanghai
Estábamos tomando espaguetis en el coffee-shop de unos grandes almacenes de Shanghai y hablábamos inglés puesto que ella era neozelandesa. Pero llegó el intérprete, Guo Xing, que había residido en París 20 años después que Deng Xiao Ping, y pasamos al francés, durante el tiempo de un postre con leche y maizena, cuando en el hilo musical se oía a los monjes de Silos. Después bajamos por la Nanjing Lu hasta el malecón, entre farolas de las que pendían carteles de Coca-Cola cuya fonética en mandarín significa "gustoso, divertido de tomar". Al fondo, sobre el anfiteatro del río Huangpu, se alzaban vistosos carteles de Canon, Siemens, Heinecken, Fujitsu, y a nuestra espalda, un poderoso edificio colonial sostenía sobre su pináculo la estrella roja del Estado comunista, mientras a su pie unos mongoles seguían los compases de Macarena. Ya anochecido, entramos en el Peace Hotel, que guarda el aroma de los años veinte y una orquesta de jazz con músicos de 70 años vestidos de esmoquin. Clausurado durante la Revolución Cultural, ahora el bar está animado por clientes que consumen daiquiris, Rémy Martin a 30.000 pesetas la botella y una bebida de moda en China, Sprite con vino tinto. Cuando subí a la habitación todavía alcancé a ver los dos goles de Rivaldo al Logroñés y el 0-1 del Betis en Tenerife. Después vino la publicidad, y salió una lavadora local promocionada con la melodía de Only you. Que ese jingle desafinara no impidió verme impulsado hasta el verano del 6 1, cuando en ese instante Maribel tomaba el sol en una terraza de Santa Pola. Llevaba un vestido azul de Brufal, unas sandalias de Ruyma y unas bragas blancas de La Orquídea. A su derecha, sobre el velador, había un Orange Crush, unas gafas de óptica Molina y un libro de Vicky Baum con un Shanghai tan irreal como en la vida misma.
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