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Primavera exterior

En mi oficina sólo los veteranos reconocemos que ha llegado la primavera, pues a los síntomas más característicos se les cuelga una tarjetita de visitante en la solapa y son obligados a pasar por el detector de metales, con lo que se pierde la sorpresa, que es esencial. He observado que la tarjetita tiene además el mismo efecto que nuestros uniformes de oficinista: el sol de abril parece el mismo sol de marzo, y el de marzo el de febrero y éste el de enero hasta llegar de nuevo a abril. El entusiasmo propio de estas fechas se queda congelado cuando notas -y eso se nota enseguida-, que a juzgar por nuestras caras todos vivimos aquí con la certeza de que siempre será lunes. Y por alguna razón las plantas que traemos para que nos alegren la vista no huelen, ni siquiera cuando también a ellas les parece que nunca llegará el viernes y tenemos que echarles agua con aspirina.Es cierto que esa fue una de las primeras decisiones de la nueva dirección: no sólo todos los empleados debíamos usar desodorante -una de esas medidas anheladas durante siglos que caracterizan a las revoluciones buenas-, sino que todos debíamos usar el mismo desodorante: el tipo de imposición que destruye las revoluciones. Argumentaron que debíamos estar en armonía con la nueva Y costosa decoración, pensada para que siempre nos sintiéramos en primavera, contentos, entusiastas, ansiosos de vivir y producir. Al tiempo fueron prohibidos los olores que pudiesen interponerse entre nuestro olor colectivo y el trabajo, empezando por los aromas de las plantas, y fue ordenada la distribución de un aspersor de aspecto inocente que era en realidad una versión vegetal de nuestro desodorante. Esa es la razón de que todos, plantas y humanos, olamos ahora a lo mismo (y tengamos el mismo aspecto de que a nosotros jamás nos llegará un viernes). Puede que olamos a lo mismo pero es obvio que la primavera también llega hasta mi oficina, situada en una planta 17 de Azca que es como cualquier otra planta 17 en un azca del mundo. Yo la reconozco en tres síntomas: miradas al infinito, pero no a los edificios de enfrente, como en invierno, para comprobar si existen más seres como nosotros, sino al cielo situado a lo lejos. Folletos de agencias de viaje asomando en los lugares más inesperados. Y cuerpos a quienes de pronto la ropa queda pequeña: es obvio que quieren salir, liberarse, marchar. Como muy bien sabían en los antiguos internados ingleses, esos -mirada al cielo, folletos turísticos, ropa encogida- son los inconfundibles síntomas que traicionan a quien está pensando en escapar, y por eso, según Dickens, en aquel tiempo inmisericorde eran castigados con el látigo.

Pero como aún queda mucho para julio en la Costa del Sol, agosto en la Costa Brava (nuestros destinos preferidos), la primavera no tarda en usar otros trucos para reclamar la atención para la que en definitiva ha nacido. Cierto sordo cabreo, por ejemplo, por estar ahí, seguir estando ahí, y no allá, en el cielo azul, a lo lejos (recordemos que el cielo es el mar de Madrid). Cierto picor por los privilegios ajenos que, tras haber sido aceptados con resignación en el invierno, en primavera pueden derivar en escozor y hasta en ojos enrojecidos, yo los he visto, cuando el jefe llega bronceado de cualquiera de sus múltiples largos fines de semana en el espacio exterior. Pues por alguna razón histórica, los jefes, exentos del desodorante común, no tienen vacaciones; tienen negocios en Nueva York y Amterdam, y los más listos hasta en Nairobi. Prueba decisiva de que la primavera ha llegado al espacio exterior es cuando cualquiera de nosotros se coloca en un rincón y, pese a que su uniforme lo iguala con el resto, se pone a mirarnos arrugando los ojos, con extrañeza, filosóficamente por así decir.

Eso es que algo de la primavera ha logrado superar el control de seguridad, subir las diecisiete plantas, olvidarse de la tarjetita en la solapa, sobreponerse al desodorante común y el uniforme, y conseguido contaminar a alguien para que se pregunte: ¿Por qué estoy aquí y no en otra parte?, una pregunta muy peligrosa por cuanto nunca se sabe a dónde, a veces, si no es demasiado tarde, nos puede conducir.

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