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Tribuna:PIEDRA DE TOQUE
Tribuna
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Un paseo por Hebrón

Mario Vargas Llosa

Encaramados en una azotea de la calle Shalala, la principal de Hebrón, un enjambre de niños palestinos juega a su juego favorito. Tienen ocho, diez, doce años y lanzan las piedras con las manos o con hondas, por sobre un parapeto medio deshecho, del que arrancan los proyectiles. Media docena de policías con uniformes negros trata de contenerlos, sin convicción ni éxito: los chiquillos -imposible no pensar en Gravroche y Los miserables-se les escurren de las manos y, a veces, lanzan las piedritas o pedrones mientras son arrastrados a la calle. Abajo, una muchedumbre adulta y masculina (hay puñados de mujeres en ella), observa con ira y frustración lo que sucede detrás de la barrera policial -agentes y coches artillados- que le impide acercarse a los soldados israelíes cuyos cascos, fusiles y uniformes verdes se divisan treinta o cuarenta metros adelante.La tierra de nadie que los separa está sembrada de proyectiles, algunos tan enormes -rocas, pedazos de calzada, fierros, bolas de metal- que se diría lanzados por catapultas, no brazos humanos. Mientras la cruzamos, arrimados a la pared, porque la pedrea sigue, aunque ya rala, diviso a policías palestinos tratando de desalojar a más niños que, desde escondites inverosímiles, los huecos de las ventanas, los aleros y saledizos de los techos, las bocas del desagüe, tratan de acercarse al enemigo. Veo a algunos muy de cerca y quedo traspasado al notar el odio precoz, desbocado, inconmensurable, impreso en sus facciones.

Hebrón es una de las ocho ciudades de la orilla occidental del Jordán devueltas por Israel a la Autoridad Palestina, a raíz de los acuerdos de Oslo. Viven en ella 120.000 palestinos y 450 israelíes, estos últimos concentrados en los asentamientos de Beit Hadassa y Avinu Avraham, a poca distancia de donde me encuentro. Esta mañana, a las diez, dos estudiantes de una escuela religiosa de estas colonias (Yeshiva) mataron de un balazo a un joven palestino que, según ellos, intentó agredirlos. En el mitin de protesta que erupciona la zona desde entonces han muerto otros dos palestinos y hay un centenar de heridos, víctimas de esas balas de goma con que el Ejército de Israel enfrenta los desmanes callejeros. Las hemos oído disparar, al llegar a la ciudad, hace una media hora. El no man's land que estoy cruzando está regado de estas balas -las hay redondas y cilíndricas-, una de las cuales me guardo en el bolsillo de recuerdo.

Los soldados israelíes que, al otro extremo de la tierra de nadie, montan guardia, son también muy jóvenes y, aunque en teoría no pueden tener menos de dieciocho, edad en que comienzan su servicio militar de tres años, algunos parecen de dieciséis y hasta quince. Se escudan de las piedras detrás de las esquinas y salientes, llevan cascos, viseras y chalecos antibalas, racimos de granadas y fusiles, y uno de ellos, por el calor o la tensión nerviosa, se acaba de desplomar y está en el suelo, congestionado, vomitando. Sus compañeros nos urgen a salir de ese rincón, pues todavía, de rato en rato, llueven piedras.

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Seguimos, y a menos de media cuadra, rodeada de alambradas, reflectores, sacos de tierra y custodiada por soldados y policías israelíes, está la colonia de Beit Hadassa. Es una sola construcción de varios pisos y con dos alas laterales, a la que nos dejan. entrar, después de mostrar los papeles de identidad. Diviso dos colonos, con ametralladoras Uzi al hombro, que cargan unos baldes con mezcla, pero lo que me deja perplejo es un grupito de niños que, a la intemperie, montan al subibaja, se columpian o arman castillos de arena. Hay como un contrasentido brutal en esta idílica escena pueril y lo que ocurre en tomo, a pocos metros, en las calles de Hebrón, lo que ha ocurrido y seguirá ocurriendo alrededor de este desafiante enclave, y otros parecidos que pululan por la orilla occidental, mientras el antagonismo palestino-israelí no ceda y se establezca por fin alguna forma de convivencia entre ambos pueblos.

Hace dos años, cuando estuve en Israel por esta misma época, el milagro parecía posible y en marcha. El ambiente de optimismo que reinaba por doquier era contagioso y estimulante. Oí a Simón Peres decir: "Se hará la paz. Los acuerdos son irreversibles" y le creí al pie de la letra. Luego, el asesinato de Rabin, la derrota electoral de Peres y la subida al poder del Likud, con Bibi Netanyahu, frenó de golpe esa dinámica. Ahora, el pesimismo reina por doquier y ni uno solo de mis amigos israelíes tiene muchas esperanzas de que, en lo inmediato, se revierta la tendencia. Alguno de ellos, incluso, como el escritor Amos Elon, cree que los acuerdos de Oslo ya están muertos y enterrados y que queda de ellos una mera mojiganga, para guardar las apariencias. En otras palabras, que de nuevo comienza a aletear en el horizonte del Medio Oriente la llamita del apocalipsis.

Ésta es una perspectiva que no parece contrariar en lo más mínimo al único colono de Beit Hadassa con el que puedo cambiar unas palabras. Es delgadito, rubio, de ojos celestes, con dos delicados tirabuzones que el viento mece contra sus orejas, vestido con la sobriedad que es común en las colonias judías. Tiene la mirada de los que creen y saben, de los que nunca dudan. Cuando le digo, señalándole a los niños que juegan, que para ellos vivir así, en este confinamiento y tensión, entre armas, pedreas, estallidos e Incertidumbre, será terrible, les dejará huellas lacerantes en la memoria, me mira sin desprecio, con misericordia. "Ellos son muy felices", me asegura. "Ya hubiera querido yo tener la suerte de vivir aquí de niño, como viven ellos. Ahora, discúlpeme, debo prepararle la comida a mi hija".

Que 450 personas de otra lengua, costumbres y religión vivan en una ciudad de 120.000 árabes, no parece terrible. En condiciones normales, podría hasta ser saludable. Pero, en las actuales circunstancias, resulta un irritante y un obstáculo mayor para la deseada coexistencia. Eso lo saben muy bien los colonos y es lo que los lleva a incrustrarse allí, a formar estos enclaves en territorio palestino. Una vez instalados, el Estado israelí tiene la obligación de protegerlos, es decir, de mantener en torno del asentamiento a patrullas militares. Y, para ello, erigir un cuartel, una comisaría, Esta infraestructura tiene unos efectos empobrecedores y paralizantes en todo el entorno, propenso desde entonces a incidentes y violencias como los de esta mañana. El mercado árabe que separa las colonias Beit Hadassa y Avinu Avraham, que recorremos luego, está desierto, salvo por unos gatos que se asolean entre las basuras, y algunos comercios tienen selladas puertas y ventanas, como si hubieran cerrado de manera, definitiva.

A la entrada del asentamiento de Avinu Avraham hay un enorme cartel, en hebreo e inglés, que dice: "Este mercado fue construido sobre una sinagoga robada por los árabes el año 1929". El texto alude a una pequeña comunidad judía, instalada desde tiempos inmemoriales en Hebrón, que fue masacrada por los árabes durante la rebelión de 1929. Muy cerca de allí se levanta uno de los santuarios más reverenciados de las religiones hebrea e islámica: aquélla lo llama la Caverna de los Patriarcas y ésta la Mezquita de Abraham.

En verdad, sinagoga y mezquita son un solo edificio, dividido por una pared reforzada con planchas de acero y con entradas muy alejadas para los fieles de ambas creencias. Ahora, para entrar a la Mezquita hay que pasar por un detector de metales y responder a un cuidadoso interrogatorio de la patrulla israelí acantonada en la puerta. Estas precauciones se han extremado desde que, hace dos años, un colono de un asentamiento judío de las afueras de Hebrón, el médico Baruch Goldstein, entró a este vasto y alfombrado recinto a la hora de la plegaria, y, convertido en una máquina de matar, ametralló a la concurrencia dejando un saldo de 29 muertos y 125 heridos, informando así al mundo que la locura fanática y homicida no es patrimonio exclusivo de Hamás o la Ylhad Islámica, sino una sangrienta excrecencia que se da también entre los grupos judíos extremistas.

Recorrer el centro de Hebrón, en una mañana como ésta, escoltado por Juan Carlos Gumucio (de EL PAÍS) y su mujer, Marie Calvin (corresponsal del Sunday Times, a quien en otra pedrea le rompieron la nariz no hace mucho), es una lección práctica sobré la teoría de las verdades contradictorias, de Isahiah Berlin. Es un error, explica éste, creer que siempre una verdad elimina a su contraria, que no es posible que haya dos verdades enemigas entre sí. En el dominio político e histórico, puede darse, como ocurre en el conflicto que ensangrienta con frecuencia a palestinos e israelíes. Las razones que esgrimen unos y otros tienen igual fuerza persuasiva, para cualquiera que no sea intolerante y juzgue el asunto de manera racional.

Nadie puede negar a los israelíes el derecho a una tierra a la que está ligada su historia, su cultura y su fe, ni a un país que han construido invirtiendo en su creación formidables dosis de heroísmo, sacrificio e imaginación, un país que, por otra parte, conviene recordarlo, es la única democracia operativa de todo el Oriente Medio, región de despotismos ilimitados. ¿Y quién podría negarle al pueblo palestino, después de haber sufrido los exilios, guerras, dispersión, persecuciones y discriminaciones que ha padecido, y que lo asemejan tanto al pueblo judío, el derecho a tener por fin lo que no tuvo nunca en el pasado, un país independiente y soberano?

Que dos verdades sean 'contradictorias' no significa que no puedan coexistir. Lo son las nociones de justicia y libertad, que secretamente se repelen, y sin embargo la cultura de la libertad, la sociedad abierta, ha conseguido que esas hermanas enemigas no se entrematen, y, por el contrario, conviviendo en la tensa armonía de la legalidad, hagan avanzar la civilización. Israelíes y palestinos tienen que coexistir por la simple razón de que, contrariamente a lo que creen los fanáticos, no hay otra alternativa. Salvo la del apocalipsis, que no lo es, pues ningún problema social se resuelve con el suicidio colectivo. Los acuerdos de paz de Oslo, que firmaron Rabin, Simón Peres y Arafat, y los pasos que en los meses siguientes se dieron para ponerlos en práctica, rompieron por fin el statu quo y demostraron que era posible lo que parecía imposible.

Hasta entonces, por sus métodos violentistas y su insensata negativa a reconocer el derecho a la existencia de Israel, el obstáculo mayor para la negociación venía del lado palestino, que, políticamente, parecía secuestrado por el extremismo intolerante. Esos acuerdos mostraron que había una corriente flexible y pragmática, dispuesta a hacer las concesiones indispensables para lograr la paz, y con fuerza suficiente para resistir a los partidarios del todo o nada. En Israel siempre existió una tendencia de esta índole, que, por desgracia, hasta Oslo, no encontró en el adversario palestino un interlocutor equivalente. En la hora actual, el escollo principal para que aquel acuerdo siga vigente es el Gobierno de Netanyahu y sus iniciativas prepotentes y gestos destemplados que han vuelto a erizar de desconfianza y hostilidad una relación que comenzaba a distenderse. Los países occidentales, y sobre todo Estados Unidos, con quien Israel mantiene una relación muy estrecha, tienen la obligación de presionar al Gobierno israelí para que respete el espíritu y la letra de unos acuerdos que, por primera vez desde su nacimiento, abrieron a Israel una esperanza de paz y colaboración con todo el mundo árabe.

Mario Vargas Llosa,1997.

Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SA, 1997.

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