Rusia y la ampliación de la OTAN
Entre nosotros se ha dicho a menudo que en la política exterior rusa se aprecia cada vez más una impronta imperial, en la que parecen rebrotar muchos elementos del pasado. Apenas se ha subrayado, sin embargo, que en esa misma política no faltan elementos de genuino pragmatismo como los que, presumiblemente, se harán valer en las próximas semanas en relación con una cuestión espinosa: la ampliación de la OTAN. Si los pronósticos se cumplen, y una vez aceptado que la ampliación es inevitable, los dirigentes rusos pondrán manos a la tarea de limitar en lo posible sus efectos y de obtener, en paralelo, algún tipo de compensación económica. Aunque es fácil que esta última se haga realidad, no lo es tanto, en cambio, que Moscú se sienta plenamente satisfecho con las presumibles contraprestaciones en el ámbito de la seguridad: una ampliación limitada a tres Estados -Polonia, la República Checa y Hungría -, garantías de que en el futuro no se su mará a la OTAN ninguno de los países que otrora formaban parte de la URSS y, acaso, res tricciones en cuanto al despliegue de fuerzas convencionales y de armas nucleares en el territorio de los nuevos socios de la Alianza.
Tampoco parecen llamadas a colmar las expectativas rusas la posible creación de una brigada conjunta, el diseño de un mecanismo especial de consulta o el acrecentamiento de la cooperación mutua. Porque, aun cuando a la postre se alcance un acuerdo entre la OTAN y Rusia, lo más probable es que sigan abiertas las heridas que han conducido a la segunda a cuestionar la ampliación de la primera. Esas heridas son al menos tres: una arraigada sensación de aislamiento, un visible deterioro en la posición militar y un escepticismo general con respecto a los cambios operados en la OTAN.Rusia se siente cada vez más aislada, traicionada por un mundo occidental que, conforme a una visión muy común, no ha estado a la altura de las circunstancias. Al respecto se aduce, por ejemplo, que ni se han cumplido los acuerdos militares deriva dos de la unificación alemana ni se han satisfecho las promesas de fortalecimiento de una Asociación para la Paz que en la percepción rusa debía hacer innecesaria una ampliación de la OTAN. Las cosas así, son muchos los que, en palabras de Alexandr Konoválov, han llegado a la conclusión de que "sólo se respeta aquello que se teme". Aunque puede y debe discutirse si Rusia está realmente aislada, es innegable que sus apoyos internacionales son livianos: en el escenario europeo sólo cuenta con un respaldo fervoroso, el de Bielorrusia, y con las adhesiones, más bien dubitativas, de Eslovaquia y de Moldavia. Ninguno de los miembros de la OTAN ha mostrado una oposición franca, en fin, a la ampliación de ésta.
A duras penas puede dudarse de que la posición militar de Rusia se ha deteriorado. Bastará con recordar que en 1990 y 1991 el país padeció un doble retroceso estratégico, al amparo de la desaparición, primero, del Pacto de Varsovia y de la independencia, después, de las repúblicas del Báltico, de Ucrania y de Bielorrusia. La escasa propensión occidental a renegociar el acuerdo sobre fuerzas convencionales firmado en 1990 no ha hecho sino empeorar la situación. A los ojos de Moscú los dispositivos no nucleares de la OTAN están hoy en condiciones de inutilizar buena parte del arsenal atómico ruso. El actual ministro de Asuntos Exteriores, Primakov, ha repetido hasta la saciedad que, como respuesta, su país se verá obligado a modificar la doctrina militar vigente y a reformar profundamente sus Fuerzas Armadas en un momento en el que, como es sabido, los problemas surgen por doquier.
Los portavoces rusos parecen poco convencidos, en suma, de los cambios que la OTAN dice haber acometido. Según su percepción, las inercias pesan todavía mucho, como lo demuestra la propia decisión de encarar una ampliación hacia el este y de perfilar, a su amparo, una nueva y desestabilizadora línea de confrontación. Pável Felgengauer, un especialista que no peca precisamente de radicalismo, ha señalado en las páginas de Sevodnya que "la ampliación acabará con toda posibilidad de acuerdo y hará que Europa vuelva a la diplomacia de bloques y sufra una amenaza real de guerra". Otros estudiosos se acogen a la idea de que la OTAN, deseosa de permanecer al margen de las incertidumbres propias del Oriente europeo, ha optado por una línea dura en la que se impone el designio de sacarle partido a la debilidad actual de Rusia. No está de más señalar que uno de los estudios sobre la ampliación que la OTAN aprobó en su momento identificaba en el este de Europa, sin especificarlos, riesgos diversos para, la seguridad del continente que eran calificados de "multifacéticos", "multidireccionales" y "difíciles de predecir y evaluar".
Por todo lo anterior, y pese a la apariencia de acuerdo entre las partes, no puede descartarse, un endurecimiento futuro de la política rusa. Entre los signos de ese endurecimiento se han mencionado una eventual retirada del acuerdo sobre fuerzas convencionales en Europa y una política nuclear más rígida en la que a la denuncia de otro acuerdo, el START-2, le seguiría el despliegue de armas nucleares tácticas en Kaliningrado o en Bielorrusia. Se ha hablado también de la posibilidad de revisar los lazos con la Asociación para la Paz, de la no colaboración en futuras operaciones de peacekeeping, de una aproximación a países como Irán, Irak, Libia o Corea del Norte, y, por encima de todo, de proyectos orientados a configurar, con la CEI como marco, un bloque propio.
Aunque la reacción rusa exhiba -como, por lo demás, es lo probable- una menor dureza, el afianzamiento de algo que recuerda a los bloques de antaño parece inevitable. Si las cosas discurren por ese camino, acabarán por dar satisfacción a los sectores más radicales en Rusia -invitados a concluir, tal vez, que la ampliación de la OTAN tiene, a la postre, efectos positivos para su causa- y a quienes desde el mundo occidental auguran que esa ampliación, precipitada y desnaturalizadora, puede dar al traste con todos los esquemas de la seguridad europea. Fuere como fuere, sigue siendo evidente que la era del romanticismo entre Rusia y Occidente ha llegado a su fin.
Carlos Taibo es profesor de Ciencia Política y director del programa de estudios rusos de la Universidad Autónoma de Madrid.
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