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La crisis de la democracia española

La democracia en España no está, en absoluto, en peligro como consecuencia de que exista una extrema derecha pujante capaz de intentar la repetición del espectáculo esperpéntico del 23-F. El problema de la democracia española, en realidad, no es muy distinto de los que tiene este régimen político en el resto del mundo occidental. En este final de siglo que nos ha tocado vivir, la democracia parece el único sistema aceptable desde el punto de vista intelectual y moral, pero lo cierto es que estamos profundamente insatisfechos sobre su funcionamiento en la práctica. Cualquier encuesta que se haga proporciona como dato principal una profunda desafección política respecto de los protagonistas de la vida pública. España no es en esto diferente, pero en ella, quizá por lo cercano de la implantación de nuestro sistema constitucional, existe una cierta pasividad que consiste en considerar lo que tenemos como inevitable. La tesis, defendida por algunas conspicuas figuras de la extrema derecha, de que en España durante la etapa del Gobierno socialista no existía otra cosa que una dictadura encubierta resulta una bobada que no admite ni siquiera una seria discusión. Lo que resulta cierto es que hemos consolidado una democracia con un nivel de calidad francamente mejorable, pero como, además, hemos hecho bastante poco para transformarlo con el transcurso del tiempo, nos condenamos a no sacar ni de forma remota todo el partido posible a nuestra libertad.Así sucede desde hace bastante tiempo, con la peculiaridad de que en el momento presente las posibilidades transformadoras aparecen cada vez más remotas. Desde fines de los ochenta, con la aparición de las oleadas de escándalos políticos del partido que entonces gobernaba, se ha hecho patente el escaso nivel de respetabilidad que merece nuestra democracia española. Los partidos principales prometieron en las elecciones de 1993 medidas regeneradoras -casodel PP-, o de "nuevo impulso democrático", en el del PSOE. Las del primero se refirieron, sobre todo, a la autonomía de la justicia, pero también a la financiación de los partidos políticos. La forma de regirse internamente éstos constituyó la cuestión programática principal del PSOE en aquellas elecciones. En la práctica, aquella agitada legislatura trajo consigo pocas innovaciones legislativas, la mayor parte de las cuales, además, resultaron la respuesta ante las urgencias de la situación. Nadie puede en serio afirmar que la creación de una fiscalía anticorrupción, la regulación de los gastos reservados o el acortamiento de los periodos electorales hayan resuelto los problemas de nuestra democracia. Pero es verdad que el clima ambiental no daba para medidas importantes ni tampoco para consenso en tomo a ellas.

En las elecciones de 1996, a pesar de que la calidad de nuestra democracia seguía siendo una cuestión decisiva, los programas presenciaron un menor grado de compromiso transformador de las condiciones esenciales de la vida política. El PP prometió desbloquear las listas electorales y cambiar el estatuto de Radiotelevisión. En la izquierda, el PSOE apenas hizo aparecer alguna medida relativa a estas cuestiones, pero Izquierda Unida, en cambio, hizo algunas propuestas de mucho interés, como el incremento en el número de escaños de diputados y senadores o la utilización del referéndum. Lo malo de IU es que, teniendo pocas posibilidades de llevar a la práctica estas medidas, uno se puede preguntar si le acompañaba una real voluntad de cumplir ese programa. La forma en que IU ha tratado a Nueva Izquierda no parece en absoluto promisoria de una regeneración de los modos de practicar la democracia.

En el último año, desde que ha llegado Aznar al poder, las esperanzas de transformación de nuestra democracia han tendido a disiparse aún más. Izquierda Unida es un partido demasiado irrelevante para poder influir en cualquier decisión importante. El PSOE, por su parte, sigue con el lastre de los escándalos pasados, algunos de ellos no juzgados todavía y otros recientes, de los que, por desgracia, no se puede certificar que hayan concluido. La capacidad de reacción socialista ante los escándalos se ha demostrado la de un paralítico, como se aprecia en que ha tardado ocho años en sacar las consecuencias de la existencia de Juan Guerra. El PP, por fortuna, no ha podido ser acusado de ningún escándalo tan grave como Filesa los GAL, pero su trayectoria n los últimos meses no parece nada esperanzadora. Las promesas electorales que hizo han sido oIvidadas o se ha actuado (en lo que respecta al estatuto de Radiotelevisión pública) de un modo por completo contrario a o que se había prometido. Guste o no guste, ¿puede presentarse como regenerador un partido uno de cuyos presidentes regionales ha recibido la petición de un año de cárcel por parte de un fiscal? Se ignora en qué quedarán las acusaciones de corrupción en Zamora, pero nadie las ha considerado, en principio, descartables. La trayectoria de un fiscal general del Estado que presidía la asociación profesional más bien nos ha quitado la razón a quienes pensábamos que ésa podía ser una buena solución. Durante unas semanas no ha aparecido al lado del nombre de los miembros del Consejo del Poder Judicial la sigla del partido que lo propuso, pero hemos vuelto a caer en esa situación en muy poco tiempo. Los pactos parlamentarios podían haber sumado medidas correctoras del funcionamiento del sistema político que se encontraba en los programas de los partidos que ahora colaboran. Era una buena idea, por ejemplo, la propuesta de CiU de que los nombramientos de determinados cargos fueran precedidos por un interrogatorio ante una comisión parlamentaria. Pero el programa de gobierno centra los puntos de coincidencia tan sólo en la política económica o la financiación de las comunidades autónomas y no en la regeneración política.

Así las cosas, asombra la distancia abismal que existe entre las medidas revitalizadoras de nuestra democracia que podrían tomarse y la patente desgana de la clase política por introducir siquiera un cambio milimétrico. En todas las latitudes se están introduciendo modificaciones en las leyes electorales y en los sistemas de financiación de los partidos. Se presencia al mismo tiempo en todo el mundo una cierta vuelta a los procedimientos de la democracia directa. Cada vez, el ciudadano es más exigente con respecto al comportamiento de la clase política, y por eso se la so-

mete a unos códigos de conducta muy exigentes. Se ha introducido en muchos países incluso la limitación de mandatos, una medida prudente y justificada, sobre todo teniendo en cuenta lo que puede significar la profesionalización de la política.Ninguna de estas propuestas aparece en el horizonte de lo posible -ni siquiera de lo imaginable- en nuestra España actual. La política se ha convertido en un pugilato estéril de pigmeos empeñados en sustituir los argumentos por insultos carentes de la menor originalidad o agudeza. El espectáculo de la vida pública no parece transitado por ideas inteligentes, propósitos constructivos comunes o un mínimo nivel de altura, al menos semejante al del resto de la vida nacional. Es, en cambio, un ejercicio cacofónico en que abunda lo diminuto o lo desdeñable de entrada. Sucede, sin embargo, que, por más que resulte patente esta realidad, la clase política no pierde su ensimismamiento en tanta banalidad. Recuerdo, hace algunos años, haberle hecho una entrevista al pintor Antonio López. Lo que más me llamó la atención de cuanto me dijo es que definió a los profesionales de la política como "gente distraída en sus cosas". "Distraída", es decir, poco atenta con la fijeza y el interés necesario; "sus cosas" o, lo que es lo mismo, no las nuestras, sino las pertenecientes a un mundo peculiar y propio de ellos de manera exclusiva.

La tragedia es que, en gran medida, los culpables de que esta situación perdure somos nosotros, los ciudadanos españoles. Existe una España del voluntariado por los derechos humanos o por la solidaridad con el Tercer Mundo que debería hacer posible construir una democracia más respetable y responsable, más eficaz y más dotada de principios, menos prosaica y desvencijada a base de errores gratuitos. Ha existido en las últimas elecciones un voto en blanco que constituye un signo de protesta y desvío que debe ser considerado como amenazador.

Pero sería necesario avanzar un poco más. En otro tiempo se consideraba modélicas a las democracias tan estables que resultaban poco participativas. Hoy sabemos que la ausencia de un cierto grado de participación avería en lo esencial el funcionamiento de este sistema político. Constant aseguraba que la libertad de los modernos consistía en el disfrute de los derechos individuales. Nosotros, posmodernos, sabemos que la participación acaba por ser también una exigencia imprescindible.

Javier Tusell es historiador.

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