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Los límites de la alternancia

En estos últimos tiempos, antes y después de nuestras pasadas elecciones generales, lo de la alternancia llegó a ser término por todos pronunciado y no siempre con la requerida exactitud. Para unos, había que alternar; es decir, cambiar de Gobierno por el simple hecho de cambiar. Esto del cambiar por cambiar siempre me ha parecido menester poco sensato, por muy extendido que ande actualmente como uno de los valores de la actual juventud. Se pretende y se aspira al cambio porque se cree que lo existente es malo y se tienen fundadas razones para esperar que lo que viene en su lugar es mejor. Cambiar para mejorar, no para hacer probatinas. Tanto menos cuando está por ver que lo de cambiarlo todo o casi todo sea nota esencial de la izquierda y lo contrario, el conservar, lo sea de la derecha. Muy por el contrario, creo que ambas posturas tienen que saber qué cambiar y qué mantener. Y, o mucho me equivoco, o en esta sensatez de no destrozar todo lo pasado (desde lo que hubiera sido dinamitar el Valle de los Caídos hasta la inutilización de pantanos, por referirme únicamente a cosas y no a personas o instituciones) estuvo precisamente uno de los aciertos de nuestro último tránsito a la democracia.Para otros, la alternancia, igualrnente mal entendida, comportaba el mero turnismo. El "ahora nos toca a nosotros". Sin más. Como si de practicar algún juego se tratara o de esa horrenda expresión de "tener la vez", tan usada en algunos lugares patrios. En este segundo caso se olvidaban y se olvidan dos importantes matices. En primer lugar, que el poder se obtiene, se gana, se conquista. Y que para eso hacen falta algunas cosas esenciales: buen programa alternativo, líderes, decorosa campaña electoral (pedir algo más que decorosa ya sería mucho en nuestra política esencialmente mitinera), captación de votos. Y sobre todo, sobre todo algo que se olvida en esta visión: obtener más votos que los demás contrincantes. Un pequeño detalle, pero crucial. Y en segundo lugar, que no estamos ya, por fortuna, en el famoso turnismo de nuestra Restauración. Aquella época en la que los cambios entre dos supuestos partidos (en realidad eran meras agrupaciones de notables y hasta "meros fantasmas que hacían marchar unos ministerios de alucinación", en palabras de Ortega) estaban pactados y el turno en el ejercicio del poder no tenía la menor consecuencia de fondo para un país gobernado por el caciquismo y padeciendo el borboneo. Aunque, a decir verdad, incluso durante aquel engendro político-constitucional de tan larga duración, no todo se iba al traste con la llegada de unos u otros. De liberales o conservadores. Un punto de luz entre tantas zonas de sombra.

Esbozado aquello en lo que no consiste la alternancia, nos apresuraremos a recordar su virtualidad. No hay democracia sin posibilidad de ella. Se está en democracia porque, precisamente, la ciudadanía concede y retira, cuando lo estima conveniente, la confianza al partido o partidos en el Gobierno y, mediante la expresión del sufragio, origina el cambio. Esto es obvio. Aunque no lo sea tanto el quedarse ahí, en lo del mero recambio de élites, tal como defendiera Schumpeter en su teoría elitista, a la hora de entender el profundo sentido de la democracia. Que es mucho más que eso y en lo que aquí nopodemos entrar.

Pero ¿al alternar, al cambiar, debe cambiar todo? Aqui es donde quería llegar, aunque haya sido largo el camino introductorio. Y estamos ante la gran pregunta de nuestra hora.

En teoría, la alternancia no debería suponer la caída en el spoils system; es decir, en cambiar todo (desde el ordenanza del ministerio hasta el mismo ministro) en función de la pertenencia o simpatía con el partido triunfante. Posiblemente, la vecina Francia es el ejemplo más evidente de un país que ha ido pasando por suficientes Gobiernos y hasta sucesivas Repúblicas "sin que pase nada" en la Administración. Ha sabido mantener una Administración sólida e independiente, a pesar del excesivo cambio de Gobiernos que viviera, por ejemplo, su IV República. Pero acaso esto, con ser lo deseable, sea también pedir mucho en nuestro país. En el país del imperio del amiguismo y del "colócanos a todos". Es suficiente mirar el BOE. Antes y ahora, naturalmente.

Precisamente por tratarse del una nación tan propensa a los bandazos, entiendo que lo que está haciendo falta con urgencia en nuestra democracia es un consenso fundamental sobre aquellas materias que debieran resultar ajenas a los cambios gubernamentales. Precisamente porque se trata de materias de singular importancia para la vida del Estado y porque trascienden incluso, en muchos casos, al mismo paso de generaciones. Hans Peter Schneider las ha denominado "decisiones de nuevo tipo" o de consecuencias irreversibles. Piénsese en la política de energía nuclear, en la de medio ambiente, en la política sanitaria, en la política militar o, por supuesto, en la política educativa. Son temas en los que las decisiones van mucho más allá de los cuatro años de la alternancia. O debieran ir. Una pregunta inocente que demuestra el que así no se ha hecho ni se hace en nuestro país: ¿cuántos planes educativos, a nivel preuniversitario, es posible contar entre quienes, en un momento dado, pueblan una acera de Madrid? Cinco, seis, cuatro o tres. Da igual. Casi todos semánticos y posiblemente hasta cada uno de ellos peor que el anterior. Pero es que cada maestrillo ha impuesto su librillo. En nivel superior, ahí están las tristes consecuencias de la LRU, típico fruto del rodillo, y a la que no hay quien le meta mano, precisamente porque ha ido dejando males irremediables y ha originado nefastas secuelas que afectan ya a muchos y a muchos intereses, naturalmente.

Y así seguimos. Uno puede citar, sin mucho esfuerzo, los ejemplos que siguen. Reforma sanitaria que oscila en el dilema entre lo público y lo privado. Política informativa puro fruto de lucha por el poder, el dinero y la influencia, si es que cabe alguna diferencia entre los tres términos. Política o medidas de financiación autonómica que afectan grave y muy directamente a la competencia exclusiva del Estado. O, por terminar el penoso rosario, política de servicio militar, que afectará tanto a los interesados de hoy y de mañana cuanto a la misma eficacia y solidez del Ejército.

Surgen las preguntas. ¿Se ha consultado debidamente con lo! sectores afectados? ¿Hay garantías suficientes, mediante el citado consenso, para afirmar que hoy es así y mañana no será de otra forma algo, por lo demás, anunciado por el actual partido en la oposición? ¿Volveremos a los vaivenes y bandazos en temas que no son, precisamente, de pequeña envergadura?,

Retomo al maestro Schneider. Y su afirmación es rotunda: "Hay que desarrollar el sistema político del espectador individual al Estado social participativo, de la democracia de la opinión a la democracia de la codecisión ". Aquí radica el punto clave y la posible solución. Adoptar acuerdos por codecisión (interesados, otros partidos, opinión pública, etcétera) en los casos de temas importantes llamados a permanecer por su propia naturaleza. Otro autor ha llegado a afirmar que esto "no es menos importante que el paso de la monarquía absoluta a la democracia". Quizá algo exagerada la afirmación. O quizá no tanto si recordamos el famoso axioma de Thomas Jefferson: "Todo Gobierno degenera si se confia únicamente a los gobernantes". Palabras que, hoy por hoy, me parecen mucho más importantes que los restos de la división de poderes, sin duda perdida hace tiempo en el moderno Estado de partidos. Algo para meditar antes de tomar la decisión política. Es decir, algo que tranquilizaría mucho a aquel sagaz profesor que, al llegar un año bisiesto, exclamaba: "¡Dios mío, un día más para legislar!".

Manuel Ramírez es catedrático de Derecho Político en la Universidad de Zaragoza.

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