"No hay más remedio que seguir viviendo bajo las bombas"
La inseguridad provocada por la guerra contra los integristas marca la vida de los argelinos
ENVIADO ESPECIAL Enfundado en una cazadora negra con mangas de un verde chillón, el estudiante de Económicas Massud Nacer, de 24 años, sale de la mezquita de los Mártires de Argel tras cumplir con el rezo del mediodía. Entre las tres docenas de ancianos y hombres barbudos que abandonan el templo, Massud, pelo largo ensortijado y gafas de carey, parece romper el estereotipo del musulmán practicante que cumple con el precepto de las cinco oraciones diarias. "La verdad es que no tengo nada mejor que hacer", asegura el universitario, que da por descontado que no encontrará trabajo cuando acabe este año en la Facultad. "¿Las bombas? No hay más remedio que seguir viviendo", replica con la resignación adquirida tras los más de cinco años de violencia que han sumido en el terror al país magrebí.
A pesar de las bombas, los dos millones de habitantes de la capital argelina se agolpan en las terrazas de los cafés, deambulan apresurados por las calles del centro y soportan kilométricos embotellamientos en atestados autobuses. El corazón de Argel apenas ha cambiado desde que los franceses se marcharon hace ya 35 años. Pero, en medio de la animada vida cotidiana, los controles de los servicios de seguridad (ejército, policía, gendarmería, unidades antiterroristas) recuerdan que el país vive una guerra contra el integrismo islámico. Comisarías, edificios públicos, hoteles, están rodeados de sacos terreros o alambradas. Y si la inseguridad marca la vida de las grandes ciudades, los testimonios que llegan desde las poblaciones del interior describen un escenario de tierra quemada.
En otro extremo de la ciudad, en el barrio de Bab el Ued, uno de los principales feudos del islamismo argelino, otros jóvenes charlan en corros frente a una tanqueta azul de la policía. Es el último puesto de control antes de ascender hacia la basílica de Nuestra Señora de África. Los agentes del Ministerio del Interior que escoltan al enviado de EL PAÍS en todas sus salidas por la capital deciden hacer un alto en la comisaría de Bab el Ued para solicitar protección suplementaria. "Es un barrio caliente, ya sabe, es mejor tomar precauciones", se excusa uno de los escoltas impuestos por las autoridades antes de reiniciar la marcha. Un coche patrulla encabeza la comitiva.
Un recién llegado a Argel no advertirá las huellas de la barbarie del pasado Ramadán, el mes sagrado musulmán de ayuno y oración. Entre el 10 de enero y el 8 de febrero murieron cerca de cuatrocientas personas y las informaciones sobre la sangrienta ola de atentados con coche bomba en la capital despertaron la atención de una opinión pública occidental ya acostumbrada a las malas noticias procedentes de Argelia. "No sé por qué se escandalizan en Europa; las imágenes del pasado Ramadán se repiten aquí desde hace cinco años", dice Mulud Hamtruch, el ex primer ministro argelino que pilotó la reforma democrática tras la revuelta popular contra el régimen de 1988 y hasta poco antes de que el imparable ascenso del islamismo desencadenara el golpe militar de 1992.
A la sombra del templo cristiano que domina el oeste de Argel, el destacamento permanente de vigilancia de Nuestra Señora de África se pavonea ante tres jovencitas. De repente llega un extraño cortejo y los policías se cuadran ante los cinco agentes que rodean al periodista y a su taxista. Ya lo dijo un portavoz de la Embajada argelina en Madrid: "Vayan y vean, no hay ningún problema". Las tres chicas se acomodan en un banco para asistir al espectáculo.
-¿Os da miedo vivir en Argel?
- Bueno, es que no somos de aquí, vivimos en la alcazaba, replica la única de ellas que no lleva cubierta la cabeza con el hiyab.
- No seáis así, decidle algo al periodista extranjero, les conmina un agente agitando en el aire su transmisor-receptor.
- ¿Me va a dejar hacer mi trabajo?
- Ji, ji, ji. Nosotras creemos que todo va bien.
Lejos de la mirada de los servicios de seguridad, los habitantes de la capital no dudan en quejarse de la vida que llevan en la ciudad que parecen adorar. El agua no llega a muchas viviendas de los suburbios, donde no es difícil hallar vertederos de basura en plena calle.
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