Problemático jurado puro
Al inicio de una reflexión sobre el jurado, materia tan rica en perfiles polémicos, hay que partir de algunas afirmaciones poco discutibles. La primera es que la pasión que suscita su defensa como reivindicación política tiene mucho que ver, en la historia y aún hoy, con el malestar que siempre -aunque no siempre por los mismos motivos, ni con el mismo grado y calidad de justificación- ha generado la administración de justicia a cargo de profesionales. En este capítulo habría que contabilizar desde las actitudes bien comprensibles de rechazo popular de la justicia del ancien régime hasta el penoso aserto reciente -no diría que juradista- de que determinados funcionarios condenados por graves delitos habrían sido absueltos por un tribunal popular.La segunda es que, en España, cada momento constituyente producido en situación de afirmación democrática ha llevado consigo la incorporación de la institución al nuevo orden jurídico. Es lo que claramente sucedió en 1978, de donde se deriva la existencia de un mandato constitucional de validez inconstestable. Pero, a mi juicio, en el tratamiento más usual de la cuestión del jurado cabe identificar otro rasgo, no menos recurrente, profundamente necesitado de una reflexión crítica que por sistema se le niega en los discursos convencionales, de uno y otro signo. Es el fuerte reduccionismo, político o jurídico, según la posición del que argumenta, que -a despecho de los importantes cambios experimentados por la cultura constitucional sobre la jurisdicción- tiende a congelar la polémica en la más pobre de sus versiones posibles.
De lo que acabo de decir hay buena prueba en la prensa de hace unos días, en la reproducción del viejo rifirrafe en los consabidos tediosos términos de izquierda /derecha, haciendo abstracción de toda otra posible dimensión del asunto. Ahora como antes, de una parte, jurados -como madres- no hay más que uno: el puro, y esto sólo podría cuestionarlo un reaccionario; y, enfrente, la defensa implícita, o incluso explícita, de una mística elitista de la jurisdicción como función de carácter sacerdotal, cuya lamentable proyección práctica ayuda a entender mejor el tenor de algunos fundados recelos frente a los jueces muy instalados en el sentido común.
Si para el primer punto de vista, en su modalidad más extrema, en el acto de juzgar hay sólo política a legitimar democráticamente, para el segundo no habría más que técnica y, en todo caso, un toque de misterio, a respetar acrítica y religiosamente. Ocurre, sin embargo, que en este punto central se han producido algunos avances que sería pecado de lesa cultura desconocer y que con preocupante frecuencia se desconocen, a pesar de que tienen claras implicaciones constitucionales como se verá. Dicho en pocas palabras, éstos son: de un lado, la imposibilidad de aislar el juicio de hecho del juicio de derecho en la experiencia jurisdiccional; de otro, la evidencia de que lo técnico de la jurisdicción desborda ampliamente la cuestión jurídica. También, que el fenómeno probatorio reviste cada vez mayor densidad cultural, y que la figura naïf del "delito natural" supuestamente asequible a un juicio del mismo tenor resulta hoy, en general, insostenible; como se ha visto hace muy pocas fechas, y se ve en cuantas ocasiones el núcleo de la decisión se cifra en cantarse por una, otra o ninguna de un abigarrado conjunto de pericias psiquiátrica, por poner un ejemplo. Todo esto en ordenamientos con marcada tendencia a crecer en extensión y en prolijidad, lo que dificulta seriamente las posibilidades de conocimiento operativo por el intérprete que -se insiste- no puede prescindir, en ningún momento de su razonamiento, de la dimensión jurídica y tampoco improvisarla fácilmente, si le es ajena, con alguna prédica catequizante y bienintencionada previa a la deliberación.
La rigurosa inescindibilidad de las dos aludidas dimensiones del enjuiciamiento es tan cierta que los teóricos del derecho han acudido a la imagen de la dinámica circular para representarla. Tan obvio es que hecho y norma jurídica se interpelan recíprocamente desde el principio que no cabe imaginar, ni siquiera como hipótesis, la existencia de un momento pre o ajurídico de lo fáctico que como tal pudiera abordarse en el juicio. Por eso, la prueba de los hechos está siempre intensamente teñida de implicaciones jurídicas. Pero no sólo, cualquier intento de determinar procesalmente que algo relevante para el derecho penal ha sucedido en el plano empírico y la negación de que haya sido así se da con el soporte de propuestas probatorias confrontadas, siempre de cierto inevitable grado de complejidad, cuya comprensión demanda no sólo formación técnica, sino también capacidad de comprensión de pericias en una diversidad de materias, y un mínimo (con frecuencia, mucha) de experiencia. Por no hablar de la prueba testifical, supuestamente la más transparente de todas, y hoy acreditada por la psicología del testimonio como un territorio de difícil exploración y más por la mirada ingenua y no habituada a esa clase de lecturas.
Esto y no otra cosa es lo que explica la constitucionalización de la exigencia de motivar las apreciaciones y valoraciones probatorias que, por imperativo del principio de presunción de inocencia, tiene que ser fruto de un esfuerzo de racionalidad analítica. Tal vertiente de la disciplina constitucional del enjuiciamiento se opone radicalmente a una concepción preconstitucional del modo de operar del juez -no puede decirse que definitivamente desterrada de la práctica- que asimilaba la convicción judicial a certeza moral hecha de impresiones globales de imposible justificación. Un modo de operar en la evaluación del cuadro probatorio en el que el juez -como para dar toda la razón a sus detractores- juzgaba de la misma manera intuitiva e infiscalizable que lo hace el ciudadano jurado.
La fuerte exigencia de prueba y motivación que implica la consagración de la presunción de inocencia se traduce, a su vez, en otra exigencia central: juzgar -en el modelo constitucionaln- o es un ingenuo ejercicio de sentido común, sino que implica la capacidad de establecer distancia crítica respecto de las propias impresiones obtenidas en el acto del juicio en esa clave. Ello sólo es posible a costa de confrontar éstas, primero, en concreto, con lo aportado por cada fuente de prueba con el rendimiento de cada elemento porbatorio; y luego (el antes y el después no son, obviamente, momentos cronólogicos), evaluando la capacidad explicativa del conjunto de los datos atendibles, a tenor de las diversas hipótesis sugeridas por los contradictores. Y no como mero ejercicio interno de autocontrol, sino como proceso intelectivo regido desde el principio por la conciencia del deber de hacerlo explícito, dotándolo de justificación, de forma que pueda ser, a su vez, conocido y cuestio-
nado por terceros discrepantes y eventualmente revisado por otro tribunal.En esto se cifra la esencia de un modelo de enjuiciamiento, operante en un marco notablemente tecnificado, que tiende a la obtención del máximo de calidad de verdad con el mejor trato posible a los justiciables. Que, desde luego, como tal modelo, ni está ni llegará a estar nunca satisfactoriamente realizado. Como sucede, por poner un ejemplo próximo, con su homólogo en el orden legislativo, pero que, como en el caso de éste, tiene inexcusable fuerza normativa y debe promoverse y exigirse con rigor. Lo que, lamentablemente, no se hace con demasiada frecuencia.
Así las cosas, el problema central que el jurado plantea en nuestro contexto constitucional es de aptitud para ajustarse a ese paradigma. Aptitud que no concurre en el llamado jurado puro. Porque las dificultades derevidas del déficit objetivo de cualificación jurídica, de cultura específica y bagaje empírico no se superan con voluntarismos normativos. Y tampoco es un dictado de esta clase lo que puede convertir un veredicto -por más judicialmente tutelado que se prevea, como ocurre en el modelo español- en decisión eficazmente motivada.
Por eso, no es lo más prudente perseverar en ciertas defensas tópicas del jurado que, encerradas en el conflicto con enemigos históricos y externos, ignoran el terreno en el que hoy se libra la verdadera y única batalla, que está justamente dentro y en el centro mismo de la propia institución. Ésta, en contra de lo que en los últimos días se ha querido hacer creer, y como bien lo ilustraba una crónica reciente de este diario, no tiene su principal problema en los ocasionales factores ambientales ni en las eventuales presiones externas, sino en su propia lógica intrínseca y en el estándar de calidad del enjuiciamiento que puede producir.
Así las cosas, y siendo inequívoco el mandato constitucional, no cabe duda de que la opción legislativa más adecuada a la actual disciplina constitucional del proceso y a la naturaleza del orden jurídico es la del tribunal de escabinos o mixto, no por casualidad la propia de los sistemas de derecho equivalentes al nuestro, en la que el juez técnico aporta su bagaje y el ciudadano jurado el punto de vista externo.
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