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Tribuna
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Sobre gatos

En el verano de 1980, en un jardín con parterre y árboles frutales, fui testigo de un intento de violación por parte de, ocho o diez gatos contra una hembra de su especie. Hasta ese momento, mis relaciones personales con la víctima (una gata descarada que noche tras noche se colaba en la cocina de mi casa) distaban mucho de ser cordiales, y todo parecía indicar que algún día, inevitablemente, habríamos de llegar a las manos. Ella era solitaria, terca, y trataba de conducirse con sigilo, pero a menudo se le iba la zarpa, se enredaba con las sartenes y terminaba organizando un escándalo de mil demonios. Mi única defensa, por tanto, consistía en cerrar a cal y canto la ventana, aunque esto suponía renunciar también a las corrientes de aire, y por cierto que yo no estaba dispuesto a desdeñar tal privilegio (sépase que fue aquél un verano pegajoso y abrasador, repleto de suicidios). Pero prosigo. Poco importaba que antes de acostarme tuviese la precaución de vaciar el cubo de la basura, que nunca dejara alimentos a la vista o que sellara la ventana con enormes macetas de geranios: la gata entraba todas las noches en la cocina, todas las noches interrumpía mi sueño y todas las noches debía yo, periódico en mano, indicarle de mal humor la salida.Y así hasta que una de aquellas madrugadas, atendiendo a mis ruegos, la gata saltó una vez más del alféizar, aterrizó en el jardín y se dio de bruces -castigo de Dios- con una pandilla de malhechores. Chusma. Navajeros. Mala gente. Gatos malvados y sin oficio conocido. Ella, asustada, trató de escapar, gruñó, se revolvió y, en último término, buscó desesperada el modo de sentarse en el suelo para proteger su preciosa intimidad; pero los pandilleros se lo impidieron sin miramientos. Se disponían a violentarla sexualmente, y ella lo sabía. Fantasías, claro, pero entonces la gata subió la cabeza, me miró, y creí saber que solicitaba mi ayuda. Un gesto comprensible, ya que compartíamos la misma cocina. Dicho y hecho, salí a la terraza, tomé la manguera, tiré con fuerza de ella, aparté una silla, me acerqué a la barandilla y, por fin, alterando adrede las leyes de la naturaleza, abrí el pitorro y procedí a disolver aquella reunión con cierta mala leche, lo reconozco, ya que apliqué la máxima potencia de chorro y además apunté directamente a los bigotes, algo que la familia felina detesta de un modo muy particular. Y no lo digo por alardear, pero lo cierto es que solucioné el asunto como un hombre. Los agresores salieron pitando, la gata escapó en medio de la confusión, y yo regresé a la cama sintiéndome un caballero. Había salvado el honor de una dama, eso seguro, pero tal vez, de paso, también le hubiera evitado una maternidad no deseada.

Recordé entonces a otra gata que había conocido unos años antes en la calle, cerca del río Manzanares, y que, según los vecinos del barrio, se había vuelto loca después de que unos desalmados (esta vez, humanos) mataran a pedradas a sus gatitos. Desde entonces se negaba a comer, lloraba y deambulaba por las calles amenazando a cualquiera que se aproximara a ella. Imposible olvidarla. Poco después me contaron qué había muerto debajo de un coche abandonado; y, dadas las circunstancias, me alegré.

En otro tiempo yo no simpatizaba con los gatos. Me inspiraban recelo, desconfianza, temor, todo al tiempo, aunque parece que ya voy entrando en razón. Ahora, cada vez que veo uno por la calle, me detengo a estudiarlo, y a menudo descubro detalles que me sugieren en él una rica vida interior. Son reservados, fríos, crueles y altivos; y, al parecer, violadores de cuando en cuando; pero también disponen de honor. Y sirva como muestra el caso de un gato que a mediados de diciembre se subió a un árbol de la calle de Colombia y permaneció allí durante más de diez días rumiando algún tipo de desgracia personal. Diez días sin comer, sin beber y apenas sin dormir, en un alarde de dolor que aquel animal quiso llevar hasta sus últimas consecuencias. Por Fin, un viernes por la noche y tras cuatro intentos fallidos, los bomberos lograron arrinconarlo en las ramas más altas, atraparlo y bajarlo del árbol. Según los que entienden de esto, aquel gato había subido allí huyendo. De un perro, de otro gato o del humano de turno. Sea como sea, la afrenta le había llegado adentro.

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