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No permitan que AIbania se suicide

Cuando Albania, país dotado de una dictadura estalinista por excelencia, derribó el comunismo sin violencia ni derramamiento de sangre, muchos, y en primer lugar los albaneses, se llevaron una sorpresa. Durante 45 años, dos generaciones habían sido educadas en la idea de que el país no podría existir más que siendo comunista. Se creía que, si por ventura, el comunismo acababa siendo quebrantado, sólo habría una salida fatal: Albania se desmembraría o sería borrada de la superficie del globo. El antiguo lema romántico del siglo XIX sobre el honor en los Balcanes Libertad o muerte había sido sustituido por Comunismo o muerte.Este escenario siniestro no se produjo cuando, en 1990-1991, cayó el régimen. Fue una gran victoria para el pueblo albanés, una prueba de su nivel de civilización. Las consecuencias de esta victoria no se hicieron esperar: bien que mal, la Albania democrática comenzó a andar.

Desgraciadamente, este curso natural de los acontecimientos no tardó en degradarse. La tensión entre la derecha en el poder y la izquierda que lo había perdido, al principio soportable, se fue exacerbando poco a poco hasta desembocar en una violencia verbal inédita en la historia de ese país.

Se diría que los albaneses lamentaban que su adiós al comunismo se hubiera desarrollado tan bien y que les acometía una sed de enfrentamiento. Dicho de otro modo, el siniestro escenario que no se había producido con la caída del comunismo intentaba renacer. El endurecimiento del lenguaje entre la oposición y el Gobierno y la ruptura del diálogo y de los contactos provocaron el asilvestramiento de toda la sociedad.

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Por doquier, se han buscado pretextos para las peleas. Parece como si el reloj de Albania hubiera retrocedido a los años 1943-1944, cuando comunistas y nacionalistas formaron dos bandos que se mataban entre sí. Medio siglo después, muchos pensaron que había llegado la hora de volver a empezar esa agarrada, interrumpida por décadas de dictadura comunista.

En todo país balcánico, pero más especialmente entre los albaneses, para quienes la ofensa humana reviste siempre dimensiones trágicas, la violencia verbal amenaza degenerar en violencia física. Toda la clase política albanesa se ha dejado llevar por este desenfreno pasional. Han desaparecido los principios y doctrinas que sustentan las posiciones políticas para dejar el protagonismo a móviles subjetivos, privados o de clanes.

En esta agitación de los espíritus, el Gobierno albanés soñaba con destruir a la oposición, y la oposición tenía el sueño inverso: aniquilar al Gobierno. Los dos bandos eran sordos tanto a la voz de la razón como a las advertencias de espíritus ilustrados que señalaban que una Albania responsable no podía dar esa imagen, sino que debía asociar a un Gobierno responsable y una oposición responsable. Cuestionar este equilibrio sólo serviría para desestabilizar el país.

Desgraciadamente estos consejos no fueron escuchados; el antiguo lema Libertad o muerte ha terminado por ganar en su versión leninista O vosotros o nosotros.

Como todas las naciones salidas del comunismo, Albania ha sufrido un traumatismo brutal. En vez de que una ética de nivel superior ocupara el lugar dejado por la moral implacable y sesgada del comunismo, ha ocurrido lo contrario: ese vacío ha sido ocupado por el amoralismo. Como reacción a la indigencia, a los rigores y al falso idealismo del comunismo, se ha desencadenado una rabia materialista y una corrupción sin precedentes.

Esta fiebre materialista ha ganado en todas partes, se ha convertido casi en la cara del nuevo orden democrático, como si los albaneses no aspirasen más que a recuperar el tiempo perdido, a enriquecerse por todos los medios.

Es en este contexto en el que se ha producido el episodio de las sociedades "piramidales" y su derrumbamiento. Si se tiene en cuenta el drama vivido por decenas de miles de familias albanesas, hay que constatar que se ha alcanzado el colmo de la hipocresía y el cinismo al explotar este drama con fines políticos. En este asunto, los primeros culpables son la clase política, tanto Gobierno como oposición, así como todos aquellos que forman la opinión pública, la prensa de todo tipo, oficial, antigubernamental, nacionalista, de derecha, de izquierda, etcétera. Todos sabían la verdad, pero todos se callaron.

Culpable también es esa parte de la población que era consciente de lo que ocurría pero que, aun así, prosiguió la aventura pensando que ellos no estarían entre los perdedores, sino los más crédulos y los menos informados. Fue así como se desarrolló, hasta alcanzar proporciones colosales, este juego miserable donde cada uno intentó burlarse del vecino. Se ha dejado así que prosperara una autointoxicación sin precedentes y que el país se uniera en un baño de inmoralidad. Cuando, seis meses antes de la bancarrota, el ministro de Finanzas se atrevió a pronunciarse claramente en la televisión albanesa contra el carácter falaz de estas sociedades piramidales, todo el mundo se le echó encima para obligarle a callar.

Esta ruptura con toda moral, esta sed de dinero fácil tienen probablemente también su origen en la psicosis negativista que se desarrolla desde hace unos años en Albania. La voluntad de autodenigrarse, de autoenvilecerse, de autodestruirse, que lleva a repetir día y noche que ese país está maldito, sin futuro, que merece desaparecer, se ha convertido en una moda en determinados medios. También los medios de comunicación extranjeros han difundido un cierto desánimo desde el momento en que sólo mencionaban el país cuando ocurría algo negativo. Ningún mensaje de esperanza llegaba de afuera. A los albaneses, que miran con apasionado y confiado interés las televisiones extranjeras, la imagen que se les ha ofrecido de su país les ha influido de manera fatal.

Un ejemplo: cuando se informó sobre las elecciones de marzo de 1996, fue sólo para criticar (con razón) el desarrollo del escrutinio y Albania fue tratada de "cáncer en el corazón de Europa". En la misma época se conocieron las matanzas en Bosnia y en Chechenia proseguía la represión armada. Sin embargo, los promotores de la guerra en esos dos países no fueron calificados de la misma manera. Los medios internacionales tampoco han hablado correctamente sobre el terror cotidiano que sufre Kosovo.

País solitario, sin "protector", a diferencia de la mayoría de sus vecinos balcánicos, Albania ha soportado en el pasado, y sigue soportando, viejos rencores de todos lados. Su trágico aislanúento de antaño no ha agotado todos sus efectos. De hecho se trata de una triple destierro. Primero provocó, comprensiblemente, la hostilidad de la derecha europea, debido a su régimen bolchevique. En los años sesenta, gracias a su ruptura con Moscú, se atrajo la ira de la izquierda prosoviética. En los años setenta, tras su ruptura con Pekín, la abandonaron sus últimos amigos, la ultraizquierda prochina. Estos viejos resentimientos desempeñan todavía hoy un piapel en el desprecio y la venganza que golpean este país. No se puede explicar de otra forma la especie de racismo antialbanés que se expresa en estos últimos tiempos en una parte de la prensa mundial. Sucede así que pequeños y raiserables países sirven de arena para manifestaciones de hostilidad recíproca entre la derecha y la izquierda europea. Las frágiles espaldas de Albania sufren al tener que soportar el peso de tales empujones.Durante el tornado nacionalista que ha hecho furor en los Balcanes en los últimos años, los albaneses han demostrado calma y sangre fría. No existe en este país tradición de chovinismo agresivo o de intolerancia religiosa, debido al respeto multisecular al invitado, al extranjero. Esto explica, por ejemplo, que durante la ocupación nazi Albania fuera uno de los rarísimos países de Europa que no entregaron a ninguno de sus judíos a Hitler, sino que, por el contrario, les protegió.

Parece que existe la regla de no encontrar nada bueno en Albania. Por eso, nadie ha subrayado su moderación durante el reciente incendio balcánico, sino que, incluso, eso ha sido presentado como una actitud hipernacionalista. Pero eso era sólo un mal menor. Lo peor llegó cuando se intentó inculcar a los albaneses un pretendido antídoto antinagionalista: el antipatriotismo. Esta fue la tarea que se atribuyó una fracción interesada de la intelligentsia, que presentó esta actitud como una forma de disidencia. Para su mayor beneficio, para hacerse los interesantes ante el extranjero, estos intelectuales desarrollaron una desenfrenada campaña contra todo aquello que es albanés. Para extirpar del hombre albanés esa lealtad natural que todo ciudadano nutre respecto a su país. Los acontecimientos se han encargado de demostrar hasta qué punto ese antipatriotismo sin freno podía llegar a ser tan peligroso como el ultranacionalismo, cómo podían engendrarse y alimentarse uno al otro. No hay más que ver hoy la ira devastadora de una parte de la población contra las instituciones o las instalaciones públicas, sin nexo directo con una mil¡tancia política: saqueo de alcaldías, de escuelas, destrucción de archivos, incendio de bibliotecas, hasta secuestros de barcos de guerra. No hay duda de que el conjunto de la clase política albanesa deberá responder de una situación que ha llevado a su pueblo hacia el abismo. En un primer momento, frente a la tragedia, ha mostrado su falta de responsabilidad, su estrechezz de espíritu, su carácter vengativo y su cinismo, antes de reaccionar y de dar un primer paso responsable con el acuerdo de reconciliación nacional.

Todavía no ha llegado la hora de los análisis profundos, imposibles de desarrollar por ahora, ni de designar culpables. Lo más urgente es continuar frenando la abominable. situación. Por todos los medios. Sin tergiversar. Sin remolonear. Ahora, inmediatamente.

Todo un pueblo ha estado a punto de sucumbir. La escalada en la guerra civil, la sublevación de la mitad del país contra la otra mitad: ante un desenlace tan fatídico nadie podría ser sólo espectador. Abrumado y exangüe tras medio siglo de dictadura, el pueblo albanés no merece una suerte tan cruel: el abandono. Si ha pecado contra sí mismo, no ha cometido crímenes contra los demás. Y, precisamente por haberle dejado a su suerte y olvidado durante medio siglo, merecería una cierta solicitud. La ayuda que hay que darle debe ser ante todo política y moral: mensajes claros de Europa y Estados Unidos no sólo al Gobierno de Tirana, sino a la oposición, como ya se ha hecho, y también, y sobre todo, a los sublevados. Parece que estos mensajes han comenzado a ser lanzados y a ser oídos. También es necesario un arbitraje internacional: cuando todo un país se encamina hacia el precipicio poco importan las formas y los procedimientos. Todo es bueno para impedir una tragedia tan enorme. Ya que los albanese no parecen hostiles a la idea de un arbitraje de esta naturaleza, ¿por qué no organizar una presencia militar encargada no de reprimir sino de interponerse, una fuerza tapón que permanecería en el terreno hasta que la calma volviera a los espíritus?.

Hace veinte siglos que este pueblo vive con sus propias dificultades. La vergüenza caerá sobre todos si acaba con su vida, en los últimos años de este milenio, ante la mirada indiferente del resto del mundo.

Ismail Kadaré es escritor albanés.

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