La soledad del Capitalista
Hace año y medio se publicó mi novela Ein weites Feld. Si por un lado salía con ello al mundo un hijo inconfundible de este escritor, por otro no había duda de que el recién nacido era también un hijo de su tiempo. Yo, patriota constitucional declarado, había estimado que el proceso de la unificación alemana era lo suficientemente importante como para ocuparme de él durante más tiempo del que dura un periodo legislativo, cuanto más que en este proceso iba implícito un proceso de reestructuración social. Me propuse narrar la historia y las historias de la unidad alemana, la del año 1871, la de 1990, entrelazadas con la mayor amplitud y descritas hasta en sus más mínimos detalles.Cuando el resultado se mostró definitivamente en forma de libro, se vio que la tinta que yo había sudado también la tendría que sudar el lector. Sintiéndose retado, repelido y atraído de nuevo, el lector aceptaba la novela, bien como tocho pesado como un ladrillo, bien como yacimiento del que resultaba posible extraer las diversas capas de desechos de la historia.
De forma diferente reaccionó una gran parte de la crítica occidental. Lo que yo narraba y, narrándolo, agudizaba no parecía gustar demasiado a la ideología triunfante. Un poco asustado, me percaté de que se me estaba levantando el patíbulo. La perspectiva narrativa que elegí exigía contar desde el punto de vista de los afectados por el proceso de unificación, desde la perspectiva socialmente más baja: no se vio con buenos ojos.
Con la rapidez con que hoy transcurren las cosas parece que esto ocurrió hace mucho tiempo. Las voces críticas de ayer apenas abren ya las perezosas bocas u ofrecen, a lo sumo, un par de murmullos indiferentes. Mientras tanto han aparecido las primeras traducciones de mi novela. Y hete ahí que ahora se constata que fuera del lugar de producción Alemania, del Standort Alemania, existe algo tan anticuado como el que la crítica literaria se lea la obra antes de pasar a criticarla. Con un poco de orgullo me percato de que no se puede acabar con el escritor sin mandato, de que éste tiene más fuelle. Y hay otra constatación que me asombra y que se repite una y otra vez: los triunfadores de la historia no saben qué hacer con su supuesta victoria. Están sentados sobre ella como un tendero sobre un artículo que no acaba de encontrar salida.
Quien afine el oído puede captar los gritos roncos que la victoriosa ideología capitalista lanza ahora al vacío pidiendo la globalización absoluta. ¡Con qué ansia aguarda eco! Sin embargo, falta el enemigo, la voz potente del contrario. ¿Cómo mantener la partición del mundo en buenos y malos, si los malos, una vez vencidos, ya no juegan, si han desaparecido, si hasta parece que se los haya tragado la tierra, por lo menos de momento? Sin duda, está ahí el islam, el crimen organizado, sectas disparatadas. Pero con los musulmanes hay que hacer negocios, la Mafia resulta muy útil como lavandería de dinero y, por lo que se refiere a esa secta especialmente peligrosa, parece que en más de una ocasión se está en la misma onda. ¿Qué hace entonces un vencedor si su viejo y bien conocido enemigo, que al fin y al cabo mostró durante casi un siglo suficiente fuerza y sobrada peligrosidad como para llevar contra él guerras calientes y frías, brilla por su ausencia, incapaz ya de cualquier amenaza aprovechable?
Y con esto ya despierta en mí el escritor. El capitalismo ayer todavía victorioso me lo imagino, de forma nada marxista, como una persona que el destino dejó en la estacada: un señor de mediana edad, vestido de forma correcta, a no ser esa corbata que no acaba de estar del todo en su sitio. De esta guisa el capitalismo se encuentra sentado; no, pegado a un taburete; el capitalista solitario, abandonado. Es cierto que todavía se le teme y, me parece, odia, pero nadie quiere llevarle ya la contraria. Diga lo que diga, aunque sea la tontería más insulsa, como por ejemplo su fórmula estándar "el mercado lo regula todo", va a misa. En contra de su propia voluntad ha ido cayendo, como el Papa, bajo la sospecha de infalibilidad. Un pobre hombre, me digo sin sentir lástima de él, y comienzo a aprovecharlo literariamente. Como personaje de novela no sirve. Le falta el entorno conflictivo y contradictorio; resulta demasiado inequívoco. Pero sí podría imaginármelo sobre las tablas de un teatro, en una pieza con un solo personaje y escasa de acción, a lo Beckett. Esta pieza, un tanto breve para ocupar toda una velada, se titularía La soledad del capitalista.
A veces permanece sentado sobre el taburete, a veces va de aquí para allá. Un teléfono móvil lo une al mundo. Compra, vende, se hace con mayorías, fusiona, todo ello de forma global. Sus acciones suben. Y, sin embargo, podemos oír cómo se lamenta. Nada nuevo, el viejo disco: demasiados costes salariales, la protección contra el despido que dificulta cualquier proceso de modernización, la burocracia, por estatal enemiga de toda inversión, interferencias lamentables en la ley natural de la "oferta y la demanda". Al final acaba por lamentarse del lugar de producción, y puesto que mi pieza beckettiana se representa sobre un escenario alemán, las quejas afectan al Standort Alemania.
De pronto, sin embargo, el capitalista solitario adquiere un tono lírico. Dado que va muy por delante de los acontecimientos, se siente incomprendido. Se gusta en su papel trágico. Pero, aunque celebra su soledad, siente nostalgia del otro. Y comienza a alabar ese comunismo completamente vencido y como evaporado. ¡Ah, ésos sí que eran tiempos, cuando uno acechaba al otro y había una especie de comprensión familiar!, como entre hermanos gemelos en los que palpitase ininterrumpidamente la envidia. Sin embargo, cuando antaño llegó el momento de luchar contra un monstruo de origen también familiar, contra el fascismo, se llegó incluso a hacer causa común de esta lucha, si bien sólo circunstancialmente. También había acuerdo en cuanto a socialistas y trastornados semejantes: ¿un tercer camino? ¡Con nosotros, no! Y aunque ciertos parecidos de familia resultaban desde luego embarazosos, por ejemplo la manía de la propiedad, por lo cual uno no se cansaba de señalar al otro como enemigo, hoy hay que reconocer, piensa el capitalista, que falta algo que se le pueda comparar al comunismo, algo que sirva de estímulo. ¡Nada, nada, nada!, grita. Nada a la vista, todo yermo.
Ante esta situación cae en una crisis existencial. Sufre terribles pesadillas en las que su hermano gemelo le quiere arrastrar hacia la tumba: ven, hermanito, ven. ¿Qué haces ahí arriba? Estamos hechos para estar juntos. Sin mí eres tu propia perdición. Sólo juntos podríamos sobrevivir...
Él, el vitalista, el señor de los mercados, el artista de la supervivencia, se siente abandonado. Con una verdadera catarata de palabras, presagia para el capitalismo un "viernes negro" tras otro, la muerte monetaria por hartazgo, una crisis global, a no ser, naturalmente, que ocurra algo rápida, inmediatamente.
¿Pero qué es exactamente lo que desea, si se deja a un lado la cuestión del lugar de producción? ¿Dónde podría estar la salvación de un capitalista abandonado? De esto quizás hable un poco más tarde. Esta pieza teatral está aún inconclusa, y de nuevo tengo que traer aquí a colación la realidad extrateatral, que ameniza cualquier velada de
forma más completa de lo que pueda pretender cualquier pieza teatral en un solo acto.Hay que reconocerlo: la Constitución sufrió un grave daño cuando se le desgajó, con el asentimiento de los socialdemócratas, una piedra preciosa: el derecho constitucionalmente garantizado de asilo. Semejante violación tenía que provocar daños perennes. Desde que el artículo final de la vieja Constitución republicana, que garantizaba una nueva Constitución en caso de que se produjese la unificación, fue tachado, vivimos con esta violación de la Constitución. Y, al parecer, sin quejarnos.
Pero me olvido de que pretendía cantar alabanzas, o, por lo menos, aislar y señalar algo positivo. Va. Todavía sigue obligándonos el artículo 14, párrafo segundo: "La propiedad crea responsabilidades. El uso que de ella se haga debe redundar, al mismo tiempo, en beneficio de la generalidad". Los padres de la Constitución, que recordaban muy bien el hundimiento de la República de Weimar, se cuidaron mucho de incluir esta obligación. Y todos los partidos, siempre habían comprendido esta república federal como una "democracia social".¿Qué es lo que ha quedado de esta concepción? Poco, pero al fin y al cabo el artículo 14, párrafo segundo. Sin embargo, ¿se corresponde esta obligación, que es la vez una promesa, con la realidad constitucional? Me temo que no. Pues cuando en fechas cercanas se cumpla la voluntad de nuestros partidos profundamente cristianos y de su apéndice autodenominado liberal y desaparezca el impuesto sobre el patrimonio de las personas físicas, la propiedad puede llamar por fin a fiestas. Nunca más se verá "socialmente obligada".
Puesto que en el transcurso de mi exposición he ido a parar a cuestiones de impuestos y de justicia tributaria, el escritor que hay en mí siente la tentación de esbozar una segunda pieza de acto único para las tablas, un complemento, como quien dice, a la soledad del capitalista.
En esta ocasión se trata de una pieza para dos personajes, que pretende instruir a la vez que deleitar. No hay decorados. El escenario está casi vacío. En un primer plano se encuentra un hombre, anímicamente destrozado. En un monólogo se da a conocer como padre de una tenista mundialmente famosa. Y en este momento aparece su famosa hija bajo los focos. Al fondo del escenario, y de espaldas al público golpea con la raqueta pelotas contra una pared. Asombroso su revés, potente el saque.Su padre, por contra, está en prisión preventiva, si bien parece que lo van a poner pronto en libertad. Y ello a pesar de estar a la, espera de un juicio en el q ue tendrá que responder a la acusación de defraudar a Hacienda por un importe de millones y millones de marcos. Se trata de cantidades enormes. Y es que todo lo que su afanosa hijita ha ido ganando en Europa y en el resto de los continentes decidió no declararlo, preventivamente, como ganancias. Inteligentemente aconsejado y animado por el Ministerio de Hacienda a través del viejo método de hacer la vista gorda, los hermosos millones cruzaron la frontera lejos del Standort Alemania. Y ahora, de repente, eso que el padre había considerado un privilegio más que merecido en consideración de los éxitos de su hija es delictivo.
El padre lanza una súplica lastimosa pidiendo ayuda. Necesita consuelo y que le den ánimos. Sin embargo, la hija, que al fondo tiene que pelear duramente por cualquier punto, responde sólo de vez en Cuando, y cuando lo hace, malhumorada. En las pausas, sentada en un banquito, mientras se seca entre juego y juego el sudor, se acuerda de su papá encarcelado. Sí, claro que sí, va a ir a visitarlo pronto. Después de este torneo, o del próximo. Lamentablemente, sobre cuestiones de dinero ella no tiene mucho que decir. Lo único que sabe es ganarlo. Y es lo que va a seguir haciendo, esforzada, afanosa, no vaya a ser que algunos de los promotores se cabree. Y también por amor al padre.
Éste se queda solo con su miseria. Todavía espera que el ministro amigo de los deportistas diga una palabrita en su favor. Al fin y al cabo, fueron funcionarios suyos los que le animaron a hacer algo que ahora recibe la fea denominación de fraude fiscal. Sin embargo, el ministro y demás suabios declaran que no sabían ni palabra del asunto. Abandonado, el pobre padre purga sus pecados, hace cálculos, se equivoca y ya no sabe dónde depositó este o aquel millón, siempre lejos del Standort Alemania. Habrán notado ustedes que tampoco esta pieza en un solo acto permite la catarsis, ni mucho menos un final feliz. Y es que quien está. sentado en el banquillo de los acusados no es el Ministerio de Hacienda, sino únicamente un pobre defraudador que fomenta la fuga de capitales. Y así, también en esa pieza que habla de la soledad del capitalista, el capitalista sigue estando solo. Nadie quiere hacerle compañía. Sin un oponente, se convierte en víctima de su propia victoria sobre toda oposición. A no ser que...
Y ya estamos soñando y especulando según lo que nos piden nuestros sueños. Hay que imaginarse como un rumor que ahora recorre el país. Como en otros sitios, también aquí despierta ahora el sentido ciudadano. Gritos de "¡Despertad!" resuenan por doquier,incluso en aquellos par tidos que, sedentarios, dormitan en el banco de la oposición, aferrados a su ego como un bebé a su pulgar. Como entonces -en el otoño del 89-, se puede escuchar, en el Este y el Oeste, el grito, razonablemente unísono, de "¡Somos un solo pueblo!". Hasta las jóvenes generaciones, que hasta entonces se habían mostrado tranquilas, marcharían acaloradas en primera fila. Los sesentayochistas, entrados ya en años, convendrían en desprenderse de sus estados emocionales, y también los carrozas como yo mar charíamos. No, no figura una re volución en el orden del día. No llevaríamos la biblia de Mao en la mano alzada, sino que, arma dos con nuestra ley fudamental -un arma, hay que reconocerlo, un tanto desvencijada ya-, intentaríamos borrar el concepto de "lugar de producción", ese Standort que todo lo nivela, para acercar así a la República Federal de nuevo a la justicia, para que se comprenda como social, para que. la propiedad se comprometa en favor de la generalidad.Esto no es una utopía, no, pero sí un bonito deseo con el que todavía es posible soñar. Lo cual no es poco. Y, sin embargo, la realidad no parece querer saber nada de sueños. Es cierto que en algunas ocasiones algunos grupos de trabajadores salieron a protestar a las calles. Pero el pueblo no se dejó ver. La juventud se esconde detrás de sus miedos. Los sesentayochistas corren con la lengua fuera detrás del espíritu de la época. Y los carrozas sólo se enfurecen en las tertulias. Se acepta sin objeción alguna el desastre de la unidad alemana, por mucho que la injusticia social abra de nuevo un abismo y vuelva a dividir el país.
Pronto hace ahora cincuenta años que surgieron en un paisaje de escombros, de ruinas, también humanas, y de una miseria de la que nosotros fuimos la causa, dos Estados alemanes. No fue algo que resultara exclusivamente de la imposición de los vencedores de entonces, sino también de la voluntad propia de mantenerse en dos lados. Al Estado del Este se le prescribió la camisa de fuerza de la dictadura estalinista, al del Oeste se le permitió desarrollarse como democracia. De uno y otro lado, los alumnos fueron modélicos. Aunque medidos por raseros distintos, hay algo que sí se compartió: en ambos Estados hubo que trabajar duramente, y fue ello lo que posibilitó ese bienestar dentro de sistemas diferentes. Sin embargo, la Unión Soviética le había impuesto al Estado oriental cargas productivas duras de cumplir. Del Plan Marshall pudo beneficiarse únicamente el Oeste. Además, las divergencias ideológicas entre los antaño aliados y vencedores de la Segunda Guerra Mundial desembocaron en unas lucubraciones militares tan agresivas que pronto se les permitió a los dos Estados el rearme. A partir de entonces el Ejército de la República Federal y el llamado Ejército Popular de la RDA se comprendieron siempre como avanzadilla de sus respectivos sistemas. En vista de la posibilidad de destruirse mutuamente, al final se hizo posible una política de distensión, la guerra fría perdió agresividad y los Gobiernos de ambos Estados comenzaron, aunque titubeantes, a dialogar. Hasta que por fin nos sonrió la suerte. No de repente, sino poco a poco se fue derrumbando el bloque oriental, el telón de acero que dividía Europa se hizo permeable, cayó el muro que separaba a los alemanes, y con el permiso de las fuerzas victoriosas de antaño pudimos proceder a unificamos. Más todavía: a partir de ahora podríamos actuar de forma soberana.
Son raras las veces en que la historia se muestra tan magnánima. A ello hay que añadir que este proceso acelerado transcurrió sin derramamiento de sangre. El Estado oriental se entregaba sin hacer uso de la violencia. Por muchas injusticias que se le quieran atribuir y por muy poco bueno que se pueda decir de la RDA, esta actitud final meritoria debería estar fuera de discusión: hay que agradecerle al ejército, a la policía, así como a los mandatarios de entonces, que no sonaran disparos. De ahí también que las gentes del Oeste y del Este gritaran por entonces "¡Increíble! ¡Esto es increíble!".
Sin embargo, muy pronto la historia nos quitó de nuevo lo que nos había dado. No, no fue la historia. Fuimos nosotros los que no supimos qué hacer con esa gracia que nos había sido concedida y los que no supimos aprovechar la oportunidad de una unificación alemana. Ahora estamos unificados y al mismo tiempo de nuevo separados, y todos con las manos vacías. Pues no sólo ha desaparecido completamente la RDA -que mucha gente conoció y soportó como su Estado-, no; tampoco la RFA -que dentro de las fronteras que le habían sido trazadas tenía su propia vida- existe ya. Dos experiencias de Estado han pasado a la historia sin que haya surgido algo que pudiera calificarse como unificación alemana verdaderamente vivida. Sin duda, sobre el papel existe. Y, sin embargo, la distancia permanece o aumenta, aun cuando un muro bárbaro ya no nos impida respetamos y respetar la forma en que esa historia compartida y a la vez propia nos ha marcado. La gran gracia que las viejas fuerzas aliadas nos concedieron ha sido desperdiciada míseramente. Y no era dinero lo que faltaba. Hubiera sido necesaria una fuerza política creativa para trazar, con esa libertad que se nos concedió, contornos duraderos.
Hemos tenido siete años para intentar . encontrarnos en esta nueva sociedad. Es cierto que no faltan proyectos arquitectónicos de cara al público. Sin embargo, el balance de los esfuerzos realizados y por realizar no es muy halagüeño: degradada a un lugar de producción se muestra Alemania al mundo, sufriendo bajo el peso de una capital a la que el Gobierno actual se trasladará únicamente bajo promesa de un plus de peligrosidad. Y ahí estamos ahora, de nuevo con los pies sobre la tierra, extraños los unos a los otros aunque conociéndonos muy bien, tiritando de frío ante la falta de consenso social.
Queda un pequeño consuelo. Los tiempos como éstos son muy buenos para la literatura. Allí donde apeste se persona rápidamente cualquier escritor que se tenga en cierta estima. Allí donde ,se abran abismos de corrupción el escritor se asoma a las profundidades. Y donde La soledad del capitalista y El defraudador, de impuestos prominente se ofrecen como personajes de teatro surgen piezas populares de dramaturgia local.
Por lo que toca al padre de nuestra estrella del tenis, el juez se ha mostrado benigno. Los funcionarios de Hacienda, los ministros correspondientes, el amigo suabio de los deportes, todos ellos, que asistieron sonrientes a la estafa usual, pueden seguir haciendo la vista gorda. La pieza de un solo acto finaliza sobre un escenario vacío. Únicamente los ruidos de un peloteo intenso parecen no querer cesar nunca.
¿Y nuestro capitalista solitario? Nada, el enemigo tan ansiado no aparece por ningún lado. Harto del triunfo sobre sus últimos oponentes y consumiéndose mientras tanto a sí mismo, espera a Godot o a un contrario todavía sin nombre, pero poderoso, que pudiera poner fin a su soledad.
Será cosa nuestra, de los ciudadanos, en el Oeste y en el Este, decidir si queremos seguir con este teatro.
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